Pasado mañana se cumplen cuatro años de la llamada “Noche de Iguala”. Y dentro de pocos días más, se escuchará el grito eterno del dos de octubre inolvidable.
Ambos acontecimientos tiene similitudes, especialmente porque se trata de jóvenes estudiantes, pero son enteramente distintos en su origen y responsabilidades públicas.
Los jóvenes de Ayotzinapa cayeron en una trampa involuntaria ( o no, eso nadie lo sabe y si alguien conoce el hecho lo callará hasta la muerte), al secuestrar autobuses interurbanos en Iguala, sin conocer el contenido (de por lo menos) uno de ellos: heroína de exportación.
Metidos entre las patas de los caballos del narcotráfico —protegido por el Presidente Municipal, su esposa y otros funcionarios municipales de ayuntamientos vecinos; todos del Partido de la Revolución Democrática, como el gobierno estatal, y presumiblemente protectores o socios o ambas cosas, de alguno de los bandos en pugna (Rojos o Guerreros)—, fueron muertos por el crimen organizado.
Pero esa versión nunca ha sido aceptada por los redactores del martirologio para quienes siempre ha sido más fácil culpar al Estado mientras piden lo imposible: ver a los muertos con vida.
En el credo de los Derechos Humanos basta con la presencia de un policía municipal en el secuestro y demás delitos (homicidio, inhumación clandestina, incineración, etc.), para darle a los crímenes carácter de agravios de lesa humanidad. Por eso, en la escalera de la otra verdad, fue simple llevarlo todo a Los Pinos.
El Ejército, el cual fue actor de la matanza de Tlatelolco, no intervino en los hechos de Iguala, pero también se le culpa por no haberlo hecho, pues su omisión impidió la salvajada. Y como no se han abierto los cuarteles para buscar ahí a los desaparecidos (como si fueran coleccionables), entonces se le atribuye complicidad encubridora.
La exigencia de los investigadores extranjeros de la Organización de Estados Americanos de penetrar a los cuarteles, ha sido rechazada con firmeza por la Secretaría de la Defensa Nacional, lo cual se interpreta dolosamente como ocultamiento.
Los hechos de Tlatelolco, a diferencia de los de Iguala, tienen desde 1969 una confesión directa. Tan real como para no aceptarla, pues con esa admisión se acabaría la industria de la protesta.
Gustavo Díaz Ordaz dijo con toda claridad frente al Congreso en pleno:
“…La táctica de ir planteando situaciones ilegales cada vez de mayor gravedad, hasta la subversión públicamente confesada; así como las acciones deliberadamente tramadas para ser al mismo tiempo provocación y emboscada para la fuerza pública, y una serie de actos de terrorismo, determinaron indispensable la intervención del Ejército.
“El Ejército Mexicano tiene la grave responsabilidad de mantener la paz, la tranquilidad y el orden internos, bajo el imperio de la Constitución, a fin de que funcionen nuestras instituciones, los mexicanos puedan disfrutar de la libertad que la ley garantiza y el país continúe su progreso.
“La forma en que cumplió su cometido es prueba clara de que podemos confiar en su patriotismo, su convicción civilista e institucional: restablece el orden y vuelve de inmediato a sus actividades normales.
“Reitero, a nombre del pueblo y del Gobierno, la gratitud nacional para el guardián de nuestras instituciones, y exalto, una vez más, la inquebrantable lealtad, la estricta disciplina y el acendrado patriotismo de sus miembros.
“Por mi parte, asumo íntegramente la responsabilidad: personal, ética, social, jurídica, política, histórica, por las decisiones del Gobierno en relación con los sucesos del año pasado.
“Los obreros y los campesinos se mantuvieron inmunes ante aquellos que, creyendo arrastrarlos a la violencia, sólo provocaron su rechazo. Desoyeron las incitaciones sediciosas y, confiando plenamente en el Gobierno, que así se los pidió, se abstuvieron de recurrir a la contra violencia.
“La sociedad, en su conjunto, reaccionó con serena entereza…”
En la historia reciente de México no se conoce una actitud igual. Asumir la responsabilidad personal ética (¿la ética de quien?), social, jurídica, política e histórica de algo tan grave. Y sin embargo ese gesto fue del todo inútil.
Los hombres y mujeres del 68 y los años sucesivos han reclamado por la omisión en el castigo y han señalado a otros villanos. Pero la falta de castigo, no es culpa de quien comete el crimen sino de quien (o quienes), no le forman un juicio.
La visibilidad de los hechos de Tlatelolco habría hecho más sencillo cualquier proceso. El Ejército actuó a la luz de la tarde en el centro de una ciudad de millones de habitantes. Hay filmaciones, testimonios imborrables, investigaciones y documentación exhaustiva.
Los narcotraficantes de Iguala mataron a los estudiantes cuya protesta se cargó uno de sus alijos, con el agravante de la nocturnidad.
El castigo para los hechos del 68 ya es imposible.
Han pasado 50 años y la catarata de censuras ha caído siempre en las espaldas de aquel Ejército. No de éste; el de hace medio siglo, cuando los actuales generales, cuando mucho, apenas entraban al Colegio Militar y los jefes de entonces ya están en el otro mundo.
Cincuenta años de cieno sobre los hombres de verde.
La verdad, mucha resistencia.