Hace muchos años me contaba jocoso y divertido José Emilio Pacheco sobre las dificultades de hablar español en España.
“Fui a dar una conferencia y me alojaron en un hotel muy lindo, muy céntrico, muy de renombre. Yo estaba feliz con mi habitación porque además había un muy buen restaurante.
“Pero a la mañana siguiente de mi llegada, tras una noche entera taladrado por las gotas de una llave sin empaque en la tina, llamé a la administración para que alguien la arreglara. Con ese tono imperativo de los españoles, una voz regañona me dijo:
—¿Qué quiere?
—Quiero que me arreglen la llave de la tina; necesito un plomero urgentemente. Y urgentemente me colgó el teléfono.
“Después de muchos líos y de apersonarme en la oficina de la gerencia, todo el asunto quedó aclarado: yo había dicho plomero cuando debí decir fontanero. Había hablado de una tina, a lo cual allá nombran bañera. Y me referí a la llave cuando ellos le llaman grifo.
“Entonces, pues, yo debí decir, necesito un fontanero para reparar el grifo de la bañera. Como sea, cuando volví por la noche el desperfecto estaba corregido”.
Esta anécdota de un miembro de El Colegio Nacional ilustra la importancia de los afanes de otro integrante de ese mismo cenáculo, el lingüista Luis Fernando Lara, quien en las páginas de Crónica cuenta sus afanes por cifrar en un buen diccionario (distinción alejada de la calidad del lexicón de la RAE), los múltiples y en ocasiones sonoros y cantarines vocablos mexicanos.
“Al idioma del blanco tú lo imantas”, decía López Velarde sobre la forma como los nombres mexicanos sustantivos y toponimias, sobre todo, han contagiado y extendido la lengua española llegada aquí en el lejanísimo siglo XVI.
La extensa entrevista de Adrián Figueroa menciona un dato sobre algo en lo cual Luis Fernando Lara debe haber perdido la notoria parte de su ausente caballera: tomar vocablos de los diarios para después fijarlos en el documento de consulta.
La desgracia actual es la infumable calidad de los medios escritos o electrónicos, de los medios en México (de la internet ya ni hablar, es un potaje indigerible de spanglish con balbuceos pueriles). Ya no sirven, no digamos para instruir, educar u orientar, sino simplemente para distorsionar. Entre eso y el lenguaje paralelo de las redes sociales, lleno de monitos (emoticones) y muletillas de poco oficio, el lenguaje en México está siendo degradado día con día.
Por ejemplo, cuando al final de una entrevista una “genia” radiofónica (ahora quieren igualdad de sexo hasta en las palabras, así pues “genia” sería el políticamente correcto femenino de genio), pregunta ¿con qué te quedas?, nos lleva a la confusión entre el verbo recordar y el verbo tener, poseer o guardar.
Y no decir algo cuando al relatar una desgracia de muchos muertos, el único comentario es “qué fuerte”.
El problema del idioma no son, por desgracia, los diccionarios, los cuales son como lindas vitrinas donde se guardan las palabras, pero muy importante es (o debería ser) saber cómo se usan.
Ya harta el desmadre con los irregulares y las cosas cuando inician en lugar de advertir cuando se inician; los camiones que vuelcan cuando en verdad se vuelcan o las tormentas cuando asolan y no asuelan, por decir algunos de los muy socorridos barbarismos o mejor dicho pendejismos, porque una cosa es ser bárbaro malhablante y otra un simple pendejo ignorante, con perdón del respetable.
¿Ha escuchado usted cómo cuando hay un estallido cohetero en Tultepec se confunden los verbos explotar y explosionar?
En fin, uno a veces quisiera compartir el académico entusiasmo de don Luis Fernando Lara cuando dice estas palabras:
“El español mexicano no se separa de las otras variedades. El español es una lengua que tiene varios ‘pisos’: el popular, uno culto y otro culto hispano-hablante. En este último es donde encontramos las obras de Octavio Paz, de Borges, Camilo Cela, etc., con un vocabulario del que disponemos todos los hispanohablantes.
“Pero este vocabulario de pronto adquiere perfiles muy mexicanos de los que no nos damos cuenta. Lo hacemos cuando analizamos las palabras y quedamos sorprendidos de cómo de pronto la semántica de un vocablo, que es patrimonio de todos los hispanohablantes, en México toma ciertos matices.
“Por ejemplo, la palabra soberanía: tomamos nuestros datos y nos damos cuenta de que cada vez que se habla de soberanía en México, se habla de la soberanía popular. Tomamos los datos de la Academia y resulta que soberanía es una prerrogativa del Rey. Eso cambia totalmente las cosas.
“Lo mismo recuerdo que cuando vino el papa Juan Pablo Segundo, en un discurso le dijo a Fox: ‘sus súbditos mexicanos’. Y dije ¡no!, súbditos, no, porque no tenemos rey.
“Somos ciudadanos, no súbditos del Presidente de la República. Esos matices, en palabras que todos entendemos, son diferentes. En ese piso hispanohablante, a pesar de que compartimos todo, tenemos nuestras diferencias.
“Luego viene el piso de la cultura nacional. El español siempre ha sido una lengua popular, lo podemos decir en comparación con el inglés o francés, que en su historia han sido lenguas de élites. El español nunca fue lengua de una élite, por eso se pudo escribir El Quijote, porque esta novela es español popular”.