Dejemos por ahora, un rato nada más,  violencia, guerras y ladrones de combustible o personas acribilladas por la espalda, como la patria misma; olvidemos o hagamos como si pudiéramos olvidar, esas partes horribles de la vida, dejémosle el espacio al pensamiento, a las ideas cuyo concurso a veces resultaría tan necesario como respirar el fresco aire de la mañana.

Hablemos de las cartas.

Cartas, epístolas, como esas escritas por Rainer María Rilke a un joven poeta desconocido; Mario Vargas Llosa a un joven novelista o Albert Camus a un amigo alemán. Y si no queremos llegar hasta allá, las recientemente editadas en forma de libro por Juan José Rodríguez Prats y dirigidas a un joven político o mejor dicho a cualquier joven con intenciones de hacerse político profesional.

Las cartas, si se permite el símil con los naipes, también juegan en nuestras vidas. Uno entiende de literatura si lee la correspondencia entre Henry Miller y Lawrence Durrel, tanto como si se mete en la obra. Las confidencias y narraciones sobre el proceso creativo y la reflexión sobre la obra y la persona, abren otro campo de entendimiento.

Lo mismo sucede si se leen las cartas entre Maximiliano y Carlota. La historia se lee de manera distinta. La literatura epistolar, construida a partir de cartas enlazadas por sus remitentes, como hizo Bram Stoker con la tristísima vida del vampiro Drácula, es un ejemplo mayor. Pobre vampiro, a fin de cuentas.

La carta es a un tiempo instructivo y confidencia. Las hay mercantiles, diplomáticas, comerciales; personales. Existen las de crédito y las de cobranza y ante el avance de la modernidad ya nadie reconoce un  telegrama, el cual no es sino una historia muy breve, detallada con  las pulsaciones del punto y la raya; en el lenguaje de Morse, asesinado por la magia de Bill Gates.

No hay respetable historia de amor, dirían los clásicos del romanticismo, sin un paquete de cartas de preferencia rociadas con perfume, anudadas con listones polvorientos en los desvanes de la memoria o en un viejo baúl de lináloe, en las cuales se narran las venturas y desventuras de perdidas inocencias, pasiones sin corresponder y secretos impublicables. Y no hay ruptura definitiva sino cuando los amantes rompen sus cartas y le prenden con ellas fuego a las posibilidades de su esperanza. Muchas veces las cartas superaron a la vida.

La carta robada es el cuento de misterio policial más conocido del mundo, quizá por encima de las historias egipcias de Agatha Christie o las deducciones geniales de Sherlock Holmes desde su estudio de la calle Baker mientras (como todos ellos)  Maigret filosofa con  su pipa.

“Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de 18…, me hallaba en París, gozando de la doble voluptuosidad de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, au troisième, No. 33, de la rue Dunot, en el faubourg St. Germain…”

Así lo iniciaba Edgar Allan Poe.

“Cartas de relación” escribió Hernán Cortés, en documentos cuya importancia resulta en el acta de nacimiento de México e indispensables son las asombrosas leras de Julio César en la guerra de las Galias;  y a pesar de la modernidad actual el correo electrónico (antes de electrónico es correo) mantiene viva la costumbre de decir por escrito, a despecho la ubicuidad del teléfono, cuya condición  actual es cencerro y registro.  Por esos hilos invisibles se mandan mensajes, cartas, misivas.

El “e-mail” es una paloma mensajera sin ojos ni alas.

Pues a pesar de todas esas digresiones y ociosidades de fin de semana,  he leído las “Cartas a un joven político” de Juan José Rodríguez Prats, obra presentada hace poco en el Senado, unto con la biografía de Adolfo Ruiz Cortines del mismo autor y sobre la cual deberé regresar en alguna otra entrega.

Juan José es un hombre culto e inteligente cuyo principal enemigo en la vida –dicho por Diego Fernández de Cevallos–, es él mismo. Su temperamento explosivo, su facilidad para encender verbos ágiles y vibrantes, lo obliga, como sucede en la infancia berrinchuda, a padecer una lengua de fuego con inconveniente frecuencia.

Pero las cartas tienen la virtud de poner en reposo las ideas, aun cuando pueda habar mensajes iracundos y declaraciones de guerra, enviadas por escrito. El Duque de Otranto le hizo firmar una carta de dimisión al emperador quien dejó por ese hecho una de sus frases inmortales: si la traición  tuviera nombre, se llamaría Fouché.

Al hablar de la vocación política, JJRP le escribe en su segunda carta al lector desconocido:

“…huelga decir que nuestra profesión padece hoy terribles enfermedades, diría yo que endémicas y letales. Ubico las cinco más graves: megalomanía, mezquindad, mediocridad, maldad y maledicencia. Todas ellas se agrupan en la deshonestidad. Pérdida del honor, deterioro de la autoestima, falta de respeto a uno mismo…

“…El siglo XXI arranca con un enorme desprestigio de la política y una mayor denigración de los políticos. No son calumnias, nos lo hemos ganado a pulso. El hombre es confuso y ondulante, es difícil vaticinar su comportamiento, sobre todo si tiene poder.

“La historia da cuenta de la estupidez y de la irracionalidad, así como el heroísmo y la magnanimidad de os gobernantes. Igual han provocado crímenes masivos como acciones generosas. Con todo, creo que el balance es positivo. De lo contrario no  habríamos alcanzado el desarrollo y bienestar de los que hoy disfrutamos…

“…el discurso político ya no dice nada, ha perdido autenticidad por el ánimo de halagar y condescender con lo que la gente quiere oír. Urge depurar la política de esta enfermedad (la megalomanía) que nubla y extravía a nuestros hombres públicos…»

Y  es quizás,  en el tema discursivo,  en el cual JJRP hace un énfasis mayor, porque considera el discurso como pieza central del trabajo político.

“…pronunciar un discurso es lo más relevante en política; es dar algo de uno mismo (como en todo texto, digo yo en impertinente apostilla) es comprometer la palabra y con ello el honor; es ofrecer, lo cual obliga a cumplir; es exponer ideas que convenzan y generen credibilidad; es tender un puente de solidaridad y de comunicación, es sacudir la conciencia de tus oyentes, es diseñar un  porvenir y empeñarse en alcanzarlo; es intentar sembrar ideas para ser recordadas y que conciten voluntades; es asomarse con delicadeza a la historia y rescatar lecciones que iluminen el horizonte, es fijar una identidad del político que eres.

“En fin, es tu testimonio, cómo percibes la realidad que te circunscribe.”

Y aquí se podría concluir con otra carta. La epístola primera de San Pablo a los Corintios:

“…Pero yo de nada de esto me he aprovechado, ni tampoco he escrito esto para que se haga así conmigo, porque prefiero morir antes que nadie desvanezca esta mi gloria…”

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Cuando Luis Echeverría trataba de liderar el mundo desde México alcanzar, después,  la Secretaría General de la ONU gracias a la invención de una “Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados”, un periodista genial (René Arteaga), le dijo:

–Señor Presidente, quieren hacer una película: “El Santo” contra la Carta de…

 

Echeverría lo interrumpió:

–¿Qué dice?

–No se moleste, por favor, Presidente, al final gana la carta…

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El poder de la Oficina Federal de Investigación en los Estados Unidos es quizá superior al de la Casa Blanca. Su continuidad y su espíritu de cuerpo no están presentes en la unipersonalidad del Ejecutivo. La Casa Blanca cambia de colores, tono y orientación con el inquilino en turno (simplemente véase los estilos contrastados entre Obama y Trump). La FBI, no.

Por eso Edgar Hoover fue un poder omnímodo y omnipresente durante tantísimos años. Los hermanos Kennedy, quienes juraron destruirlo o al menos destituirlo, fueron asesinados ambos. Casi 40 años hurgó en la ropa sucia de la sociedad americana. Y esa herencia persiste.

Pero Donald Trump parece ignorarlo.

El “impeachment” de Richard Nixon, fue posible gracias a la mancuerna de la prensa y el resentimiento de un viejo subdirector de la oficina convertido en “Garganta Profunda”.

Quizá el traspiés de retirar con violencia, vehemencia e insolencia al director de la FBI, marque el principio, tan temprano, del declive de Trump. Se ha echado al pecho todo un nido de alacranes.

Ya lo veremos. O no.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

1 thought on “Las cartas sobre la mesa”

  1. Aguien que escribe tan bien no puede darse el lujo de publicar tan mal. Demasidas letras perdidas, faltas de ortografía. Alguien que escribe tan bien, debe leer bien lo que escribe.

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