Dice Jorge Luis Borges sobre los diarios: existe una curiosa superstición de los periodistas; las cosas nuevas suceden para llenar las páginas de los periódicos, sin darse cuenta de lo contrario, los hechos son los hechos, los conozcamos o no en las páginas del diario. Por eso, porque nada cambia esta columna tiene una trampa. Algún lector se dará cuenta.
Medimos la vida en los años transcurridos y los contamos con la acumulación de los meses y éstos nada más en el abigarrado racimo de los días y las horas y los minutos y el segundero de la esperanza traicionada por la fugacidad del instante.
Al fin y al cabo la vida no se acumula, se disipa en la suma de ese invisible concepto llamado tiempo.
Nadie entiende bien a bien: cada día más es un día menos.
Gana el tiempo; pierde la existencia como mazorca condenada a soltar sus granos cuya suma a fin de cuentas, no parece ser algo más sino la torpe, frágil, conveniente acumulación de los recuerdos cuidadosamente elegidos. Memoria electiva.
A la hora final lo único en la historia es la memoria. Y al morir también se acaba la materia del recuerdo.
El fin, por fin.
Pero mientras, acomodamos en el rincón del alma algunas cosas: allá lo feo, lo doloroso; por acá la historia feliz, real o inventada, el tiempo dulce, las bondades olvidadas, el gozo, la tristeza; los amores y los desamores, los afectos, los hijos, el nieterío —cuando lo hay—, quizá la sombra de un gato de la infancia; un loro en la rama, aquella página linda del libro extraviado, el persistente recuerdo de sombras en la pantalla, la conquista de la primera plana, el reportaje de asombro, la entrevista única.
El primer cine, la primera sacudida en las tablas de teatro, el primer concierto, la danza prima, el inicial bufido del toro en la plaza, la cornada del miedo, el pavor de la sangre. Tantas cosas se suman a la memoriosa cadena del mundo interno. Nadie sabe.
Pero mientras la clepsidra gotea y el arenero deja fluir sus mínimos miligramos, los hombres construyen el mundo donde habitan y hacen promesas para el futuro.
El asesino afila su cuchillo o engrasa su revólver; el amante jura por la eternidad, el cura negocia el perdón de los pecados, el pecador promete arrepentimiento; la novia fidelidad, el adolescente estudio y cannabis recreativa; los dueños de almacenes ofrecen dones para la posteridad, los televisores analógicos cierran su pupila cinescópica y de los muros cuelgan esbeltas pantallas digitales en cuya colorida extensión no aparecerá nunca más la catafixia (¿catch and fix?) de Chabelo.
Catafixia, neologismo fuera del alcance académico con el cual se plantean los trucos de la ambición. Tienes y quieres más en el juego de la avidez, de la suerte inducida, como en el cubilete “la mentirosa” engaña y desengaña. Optar, decidir, casi siempre contra la casa, contra la banca. Al término de la cuenta siempre apostamos, y perdemos, contra el casino del mundo.
— ¿No es la vida a veces una catafixia? Tener y querer. A veces no hay oportunidad para adivinarlo ni para saberlo.
Pero contar —en sus dos acepciones— ha sido la obsesión del hombre a lo largo del tiempo.
No es igual un contador, diestro en haberes y carencias; en balances, ingresos y egresos, a un narrador quien nos cuenta las historias como las madres hacen por las noches para invitar a las niñas (“…había una vez, Camila…”) al reposo total inducido por la fantasía, una especie de ensoñación para llegar al sueño verdadero, si eso se pudiera decir de los reflejos en la mente dormida.
Ha sido arduo y triste este año.
Ha traído sufrimientos y dolores y no se ve en el horizonte nada mejor. Se enflacan los precios del petróleo, se derrumba el peso sin importar las razones para su caída ni tampoco la utilidad de comparar nuestra vida con la vida de los otros. El mundo entero sufre, es a veces un real valle de lágrimas.
Pero el hombre se empeña y construye. Todo pasa por el afán de conducir la construcción; eso es el gobierno, eso es la política. Conducir y a veces limitar, hacer de la sociedad un jardín, no un cementerio. Eso dicen quienes hablan con ejemplos de cosas tan sencillas como la organización de la vida en grupo.
Nadie vive solo y a veces ni siquiera muere en soledad.
Pero la vida humana es fugaz, no así la vida social. Los hombres mueren y la vida no. Como dice el Eclesiastés: “los hombres van y vienen pero la tierra permanece… vanidad de vanidades, todo es vanidad… todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír…”
¿Cuál es la trampa? Haber publicado, en esencia, lo mismo de hace 365 días, en una fecha como esta.
Lo que no cambia es el suspiro por el andar y su pelo largo de la hermosa Rafaela. Aquí me agarrará otro año leyendo y descifrando la próxima entrega.