Una de las más graves circunstancias en la vida mexicana contemporánea es la violencia. Injusticia y atropello.
No digo de esa perturbación de las buenas conciencias a la cual se refieren los políticamente correctos cuando piden mesura a los medios en la publicación de cuerpos ensangrentados o muertos en balaceras como las ocurridas recientemente en Tamaulipas a quizá en estos mismos momentos en Guerrero, en lugar de preocuparse por la realidad reflejada en noticiarios o diarios. No a su imagen.
Me refiero a la facilidad con la cual los ánimos se encienden y los temperamentos se revientan. Es la violencia asociada con la intemperancia.
La frecuencia de los gritos entre vecinos, los automovilistas iracundos por el paso, los “franeleros” con la cuchilla para rajar llantas de contribuyentes remisos; la furia con la cual las personas se insultan unas a otras, las quejas de los amantes despechados cuya decepción se vuelve página de periódico rojo, los miles y miles de conflictos por quítame estas pajas o por haberlas quitado fuera del momento deseable.
La violencia como argumento. Cierro el camino, apedreo, lanzo cocteles incendiarios. Desbarato la paz ajena. Esa. Y obviamente la violencia implícita en las dos consideraciones más descriptivas de la vida contemporánea: el desamparo y el desinterés.
Violentos cuando abandonamos a los ancianos a su suerte y de peor modo. Terribles al negar comprensión a homosexuales perseguidos por jotos o por nacos, para citar a un clásico contemporáneo; turbios en la burla y egoístas en el perdón.
Y a pesar de todo veo en un semanario norteño una cifra horrenda, quizá la estadística acumulada de la violencia final, la de la muerte a veces inexplicable y a veces hasta desconocida.
En los últimos cuatro años (y mucho se podría decir de los seis anteriores y los anteriores y los de atrás) han sido cometidos en este país, de manera violenta (tiros, filos, cadenas, piedras) 78 mil 109 homicidios dolosos; o sea, asesinatos perpetrados con la única y real intención de matar.
Aquí no hay accidentes, ni atropellados por descuido, ni choques, ni tráileres de doble cabina con un peso inercial imposible de parar; no, aquí hay sevicia, intención, crimen. Y no hay castigo.
Una explicación muy simple sería atribuirle todo al carácter del pueblo. Así somos.
Un día en una mesa de cantina jugaban dominó unos caballeros. Uno quiso hacer quien sabe cual extraña trampa con la contabilidad. El otro lo descubrió y le dijo, en Guerrero por menos de eso se mata a un hombre.
Pero esto no es propio de una pelea tabernaria. Esto es consecuencia también de una guerra interna. La guerra declarada (con todas sus letras) por Felipe Calderón hace ya una década y la cual –más allá de su necesidad–, por diversas razones no ha sido terminada.
Leoluca Orlando, ex alcalde de Palermo, trenzado en lucha contra la mafia, reflexiona de manera luminosa. Son palabras sobre las cuales deberíamos reflexionar. No se trata de culpar de todo al ADN de una sociedad violenta por herencia o condenada al estigma sin remedio. Se trata de pensar un poco. Y si se pudiera mucho; mejor.
“…La paz es demasiado importante como para que pueda ser confiada sólo a los ejércitos; la legalidad es demasiado importante como para que pueda ser confiada sólo a la estructura judicial. Y el carro siciliano, el tradicional carro rico lleno de imágenes de colores (la carreta alegórica de López Velarde), es un caro que tiene dos ruedas: una, la rueda de la legalidad; la otra la de la cultura.
“·El carro siciliano había sido utilizado por los mafiosos para transportar muerte. Hoy es utilizado como metáfora de un camino de vida. Las dos ruedas tienen que girar a la misma velocidad: si una rueda gira con más velocidad que la otra el carro no camina, da vueltas alrededor de si mismo. Si tuviésemos legalidad sin cultura, al final todos dirán: “Estábamos mejor cuando estábamos peor”.
“Si tuviéramos cultura sin legalidad, al final nos encontraríamos admirando un espectáculo de música y danza siciliana en honor de cualquier jefe de la mafia.”
Hoy México tiene un serio problema cultural. Se ha llegado a describir la corrupción (equivalente aquí a la mafia Siciliana en Italia) como un hecho cultural; es decir, atávico, insertado en el alma, definitorio, perdurable e inmutable. Y eso no puede ser así.
La ley, a fin de cuentas, es un producto de la cultura aplicada a la conducta social. La ley es un bien cultural, no solamente una herramienta para equilibrar y aplanar la convivencia en el terreno de la justicia.
Quizá hoy a los mexicanos nos ayudaría pensar en otra idea de estos días: ha dicho el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos con la pluma lista para firmar la paz con las guerrillas de ese país tras medio siglo de sangre:
“…impartir veredictos sobre todos los casos de 52 años de guerra es imposible…”
No esperemos diez lustros en México, comencemos con la justicia ya. Sólo así acabaremos con la violencia y la guerra.
Excelente Maestro. Hace falta más conciencia entre los mexicanos. Pero sin embargo pienso que es parte del estar hartos de lo mismo. De que nos chingamos y jo demos entre nosotros mismos. Comenzando con las autoridades y terminando con nuestros vecinos. Habría que cambiar la mentalidad por eso de que es cultural. Hace falta educación y valores éticos.