Cuando los humanos inventaron el cinematógrafo, o sea el aparato para reproducir imágenes en movimiento, comenzamos a convivir con las pantallas.

Al principio eran  lienzos estirados sobre los cuales se proyectaban las imágenes en movimiento con  su ilusión de mundos frescos y recién construidos. Hoy no convivimos con ellas; dependemos de las pantallas.

En el lienzo primigenio cabían los cañones del acorazado Potemkin y el paraguas de Gene Kelly bailando bajo la lluvia, además de la cara triste de Bogart enamorado de lo imposible; los gracejos de Grucho Marx y sus hermanos y todo el universo de lánguidas mujeres con una tienda en Cherburgo o apuestos caballeros en eterna espera del increíble regreso de lo perdido en el viento; Blanca Nieves y los siete enanos y el infinito vals de una nave de plata sobre el infinito en el año 2001.

Y al apagar el proyector la pantalla se quedaba en blanco y las imágenes desaparecían y la magia de la imaginación nos regresaba –como dicen las enciclopedias de hoy- al olvidado sueño de Platón y el hombre atento a las sombras en el muro de su caverna.

Pero ahora la pantalla es algo distinto. Las imágenes no se deslizan sobre su plana superficie,  sino emergen de ella.

Todo comenzó, obviamente, con el televisor, ese aparato voluminoso cuya magna presencia de ebanistería ocupaba el centro de la casa y permitía la ostentosa exhibición de la opulencia con laca de clase media o barniz brillante de aristocrático poliester, tan grande como para ponerle encima un gato de porcelana o un  florero y quizá hasta una carpetita de encaje o un mantón de Manila cuyos flecos mal doblados, le hacían cosquillas a Paco Malgesto.

La dimensión de la pantalla y el aspecto de gran cofre del aparato, con todo y su enorme cañón catódico y su tenue curvatura en el cristal, son ahora cosa del pasado, como los relojes de salón o los sombreros de Arturo de Córdova y las corridas de toros.

Pero en fin, nada tan inservible como la nostalgia.

Hoy las pantallas han creado un nuevo mundo. Un mundo plano y rectangular muy distinto del globo cuya esférica conformación  fue hallazgo desafiante cuando los oscurantistas, con el auxilio de la fanaticada religiosa, se imaginaban el planeta de otro modo.

De los aparatos de control en los cuartos de hospital, con sus líneas y gráficos sistólicos o de intensidad  arterial hasta los tableros de modernos automóviles donde los GPS nos enseñan hasta el camino de regreso a la casa, la pantalla nos lleva de la mano por la vida.

La tenemos al mirar el teléfono celular inteligente o si queremos saber la hora en el aparato de pulsera asociado al mundo de la manzana mordida, el cual nos dice nuestra masa corporal, el volumen de manteca a cuestas o los pasos caminados en el día.

Sabemos medir la extensión de los textos en palabras o caracteres pero además los contamos por pantallas. Con la computadora podemos leer o dibujar en la misma brillante superficie en la cual tenemos noticiarios, películas o video clips.

Todo tiene pantalla. En ella caben los sueños y los estados de cuenta, la calculadora y la astucia del Candy Crush.

La televisión, en apresurada metonimia, ahora se llama pantalla. Los cantores de la gloria maquiladora, nos dicen: México es el primer productor de éstas en el mundo. Bendito sea Dios.

Hoy las imágenes, convertidas en  cuadros vivos y luminosos, cuelgan de las paredes como antes ponían nuestros abuelos la Última Cena. Hay quien coloca las 40 pulgadas como centro de su personal universo y algunos las cuelgan de techumbres o esquinas elevadas. En los restaurantes y  centros de reunión se repiten y repiten para ver a Neymar desde cualquier mesa.

Por ellas vemos cómo se controla el tránsito de una ciudad o se registran la imagenes para auxilio de investigaciones policiacas.

Las cámaras y las pantallas son los ojos de la mosca. Todo lo ven, todo lo guardan.

En éstas últimas  consultamos el horario de nuestros vuelos, siempre atrasados. Cuando la publicidad domina, las fachadas de los edificios se transforman en espacio para las imágenes y se vuelven pantallas de cuarenta pisos, pero en términos más modestos nos pasamos el día con los ojos puestos en algún cuadrito.

Pero hace unos días vi algo totémico y literario: el culto a una pantalla apagada.

Ocurrió durante el homenaje a José Agustín en Bellas Artes, con motivo  del medio siglo de su novela “De perfil”. Tantos devotos se reunieron como para reventar el cupo de las salas Ponce y Boari. No se si querían celebrar al Agustín o escuchar al nuevo “rockstar” de las letras mexicanas, Juan Villoro. Quien sabe.

Como sea,  se colocó una pantalla en el vestíbulo y sentados en el suelo como apaches en torno de una hoguera, muchos jóvenes miraban la transmisión del salón del primer piso, el Manuel M. Ponce donde estaban los consagrados y los madrugadores, por circuito cerrado.

De pronto la transmisión se interrumpió.

Los sedentes siguieron  atentos mirando la pantalla “en negros”. Como bisabuelos escuchando el radio, no despegaban la vista del cuadro oscuro cuya bocina repetía las palabras de Villoro. Si hubieran volteado a otra parte habrían oído lo mismo.

Pero una pantalla nos obliga a oír con los ojos.

Para atender una pantalla no se necesitan imágenes. Se necesita pantalla.

SINÓNIMOS

¿Alguien conoce un sinónimo de pantalla? Monitor no vale.

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Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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