Ninguna parte de México tiene ese contenido ritual, simbólico, profundamente nacional. Si el viejo sueño mágico y cósmico de un asentamiento en el islote, o en torno del pedrusco milagroso, se ubica tan cerca de donde hoy se extienda plana, lisa y sin relieve alguno esa plancha enorme (47 mil metros cuadrados grises de toda grisura, sin una flor ni un pájaro), fue llamado “El, ombligo de la Luna”, con todo su onfálico erotismo universal, la plaza actual es el rastro umbilical de la historia.
Y como todo cordón nos invoca la vida pasada.
Pero el centro nervioso, el sitio donde se cruzan todos los caminos y momentos de nuestra historia no tiene dueño. Quizá tenga administrador. A fin de cuentas los bienes públicos necesitan conservación y cuidado y en los tiempos recientes el Zócalo (no deja de ser una paradoja haber consagrado como símbolo una obra pública inacabada) es –o pretende ser– un espacio para la disidencia, no para la convivencia aun cuando el gobierno trate siempre de usarlo para la mojiganga y el entretenimiento.
En los tiempos novohispanos los administradores, al estilo virreynal de, los los Bucareli o Revillagigedo y demás, hacían paseos –como el de las Cadenas, en torno de la Catedral, presencia rotunda del poder clerical y celestial–, para la expresión solidaria del ocio en una ciudad ayuna de diversiones mayores. Pocos teatros, pocos espectáculos, una vida pacata y recluida entre rezos y lenta asimilación de dos culturas confrontadas y de dura simbiosis, dificil amalgama.
Hoy el Zócalo es un escenario (en el sentido más teatral de la palabra) en el cual se desarrolla todo tipo de espectáculos.
Le han puesto campos de beisbol, carpas de circo, pistas de hielo y toboganes; de falsa inspiración invernal en una ciudad donde solo se conoce la nieve en Coyoacán las franquicias de La Michoacana; mesas con infinitas roscas del día de Reyes; set fotográfico para miles de personas encueradas mostrando el culo al aire, pabellones para las culturas de pueblos amigos y todo cuanto la imaginación quiera y aproveche, incluyendo el fallido e inútil campamento de los electricistas en resistencia.
Ha sido el Zócalo tienda de libros, consultorio, ofrenda de muertos ( de vivos pasados de listos) set para exposiciones castrenses, sucursal de palenques para conciertos de artistas de vario pinta condición y mérito diverso. Lo mismo canta ahí Joaquín Sabina o aturden los narcocorridos de “Los tigres del Norte” o se alzan tribunas para la proclama poética o política, como ocurrió con tantos y tantos momentos de alarido contestatario.
Pero si bien he dicho de la inexistencia de un dueño del Zócalo, hay quien se siente dueño suyo. Nadie, desde 1913 había ocupado por prolongado espacio la plaza. En el 1847 Winfiel Scott se apersonó ahí (era como desde su origen una Plaza de Armas) izó su bandera y tomó la ciudad. En 1913 el golpe de Estado colmó el espacio y en años recientes Andrés Manuel instaló un campamento para denunciar un jamás comprobado fraude electoral.
Ahí se instaló un ridículo “gobierno legítimo”; con una banda presidencial de utilería y un gabinete de pacotilla.
Pero las cosas han cambiado.
Hace unas horas apenas, con el pretexto de la Reforma Educativa y la resistencia de los “maestros” disidentes de Oaxaca y otras partes del país, Andrés Manuel volvió a intentar la ocupación de “su” Zócalo. En este país la capacidad política se mide por cuántos acarreados o simpatizantes espontáneos (de todo hay) se pueden meter en el corral de tezontle de la Plaza Mayor.
El gobierno de la ciudad, tolerante en extremo con todas las demás marchas, mantuvo ocupada la plaza con una exhibición de temas de salud. Como antes había estado con otros temas. Y así seguirá una y otra vez.
La marcha de López no llegó ni a López y Avenida Juárez, donde hay una horrenda estatua de Francisco I. Madero.
Pero la gran plataforma gris palpita a cada día. Debajo de ella, en las capas inferiores aún se podría advertir la sangre de la conquista, las balas de las intervenciones y el rastro de todos los pasos de nuestra historia. Por los túneles del Metro circulan las ratas nocturnas y la historia viva.
Es la esencia de la ciudad y nadie debe sentirse su dueño. Pero alguien debe ser responsable de su uso. Privatizar el Zócalo en favor de un partido político, sería el peor de los errores. Y el PRD lo cometió por años. Muchos años.