Una de las peores consecuencias de la relativa fama proporcionada por los medios es la falsa percepción de sabiduría con la cual una parte del público envuelve a quienes –en un grado u otro– aparecemos públicamente. Se agradece, pero es inconveniente para todos.
De los casi 47 años de carrera profesional, buena parte de ellos los he dedicado a esa extraña ocupación de opinar, comentar o analizar. Periodismo de opinión, le dicen algunos, aunque mi verdadera vocación y oficio es simplemente ser un reportero o en el mejor de los casos, un cronista informado.
En ese sentido me han colgado varias etiquetas: opinador, “opinólogo”, comentarista (o comentócrata), analista, editorialista, articulista, columnista y quien sabe si todas ellas antecedidas de algún un adjetivo poco elogioso, como suele suceder.
Pero algunas persones le dan a mi trabajo un cierto mérito ante sus ojos. Y debido a la frecuencia de las apariciones en televisión, (por ahora suspendidas durante un mes de vacaciones por el fin de “El mañanero”), con alguna frecuencia me preguntaban en un restaurante, en la calle o en el Metro, por el abordaje de algún tema. Como si fuera el (sin albur) un oráculo.
Hay peticiones hilarantes.
Hace unos días un señor muy serio me dijo:
¿Por qué no les dice a los políticos que ya no hagan tantas pendejadas?
Yo le respondí con un simple, “porque no hacen caso. Ni a mi, ni a nadie”.
Otros me increpan:
–“Usted defendió a Peña (o a Mancera o al Peje, según el caso)”.
Y yo les trato de dar una explicación. A veces me la creen, a veces no. Pues ni modo, si hay quien no cree en Dios, cómo me van a creer a mi.
Otros más me preguntan por el destino de los 43 de Iguala y si me creo la verdad histórica de Murillo Karam. Ha habido quien me pregunte si de verdad ignoro quién mató a Colosio. Siempre trato de atender y contestar, así no tenga la repuesta esperada.
–Oiga, me dijo una señora, ¿por qué Peña esta tan flaco?
Y hay cosas fuera de mi alcance. De veras.
En estos días –por ejemplo–, hay una pregunta recurrente. Quieren explicaciones sobre el Brexit, y la verdad no tengo la menor idea.
En ese sentido soy como la mayoría de los ingleses. Han votado sin saber ni siquiera para qué, ni por qué. Pero eso es la democracia: llevar a las urnas, cuando mucho, un poco de la esperanza (o el capricho) personal convertido en dictado de la mayoría, en manifiesta opinión pública.
Yo no se si a la Gran Bretaña le conviene estar o salirse de la Unión Europea. Es más, ni siquiera estoy seguro de la condición europea de los ingleses. Quizá estén más cerca de Marte.
Hace muchos años alguien me contó una historia de la Segunda Guerra Mundial. En el pleno desastre de los bombardeos sobre Londres, Inglaterra perdió las comunicaciones. La isla era entonces sí, absolutamente insular como nunca antes en aquella época.
El periódico de la mañana siguiente al enorme apagón, impreso en prensas planas y de manera escasa y rudimentaria, puso un titular más o menos como este:
“¡EL CONTINENTE, INCOMUNICADO!”
En la célebre obra de William Golding, “El señor de las moscas” (Premio Nobel de Literatura), uno de los personajes flaquea. Es un niño asustado. El espontáneo líder del grupo abandonado en una isla (otra vez una isla) le dice con tono admonitorio mientras lo abofetea:
–“No puedes tener miedo, eres un inglés”.
“…Sin victoria no habrá supervivencia del imperio británico…”; les dijo Churchill a los desesperados, lo cual no es ahora garantía alguna, pues el mismo viejo león invencible les advirtió en 1946:
“…La seguridad del mundo exige una nueva unidad de Europa, de la que ninguna nación este excluida en forma permanente”. Claro, no existía el “Brexit” de la época cibernética ni los triunfos del Hipo Hop y el Facebook.
Y cuentan igual –como ejemplo de la autosuficiencia quizá enfermiza de los ingleses–, aquel episodio musical del hundimiento del “Titanic”, cuyas dimensiones y desplazamiento eran en sí mismos ya un cántico a la megalomanía de ese pueblo titánico. Cuando ya inclinado el barco sin remedio, con la popa al viento y las propelas detenidas, la camerata seguía sonando y los violinistas movían el arco con el agua a la cintura.
Preguntó uno de ellos por la conducta a seguir. Estaban en pleno naufragio.
–¡Be british! (sean británicos), les ordenó el señor Hardley, capitán de la orquesta.
Y eso significa resistir, resistir hasta el heroísmo, la muerte o la victoria.
Pero a pesar de estas anécdotas, recogidas aquí y allá, no le he podido explicar a nadie el Brexit, sus repercusiones y su significado.
Como periodista lo debo confesar: no entiendo los hechos de Oaxaca, de Bucareli o del Casco de Santo Tomás; menos voy a comprender la vida en torno de Picadilly, la Abadía de Westminster o el Palacio de Buckingham.
Cuando más me queda esta frase de Oscar Wilde:
“La opinión pública existe únicamente donde no hay ideas.”
Dura pero cierta la frase de Oscar Wilde