Era la temporada navideña. La ciudad se llenaba de aparadores con  esferas rojas y barbudos “santacloses” con pelucas de algodón. Molestaban los oídos tantos y tantos trinos melosos con  la tonada de Irving Berlin y la blancura navideña. Todo era cursilería decembrina, pero hasta en eso debería haber límites.

En la explanada del Palacio de los Deportes, cuya amplitud le otorgaba proporción ideal a la altura del gran quelonio de bronce de esa magnífica techumbre hoy oxidada y en pleno abandono  –como sucede con casi todos los edificios públicos de la ciudad–,  se había puesto un galerón de lámina con una bodega de juguetes de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares, la desparecida Conasupo, de cuando éramos felices, populistas, nacionalistas y revolucionarios.

En esa misma plaza abierta el genial escultor Mathías Goeritz hizo una obra maravillosa. En una hoja de pale dibujó, distribuidas en distintos diámetros y con tantas puntas como puede una estrella tener –seis, cinco, siete, nueve, ocho-, los astros de la constelación de la Osa Mayor.

Después hizo prismas con ese mismo número de caras y los alzó a una estatura de veinte metros. Vistas desde el

Cielo, las estrellas forman la constelación, vistas desde abajo, una cortina de torres caprichosamente distribuidas bajo el dictado del orden celestial.

Obviamente una escultura diseñada para verse desde el aire (como también el enorme caparazón del propio Palacio deportivo) fue instalada ahí por la cercanía del aeropuerto. Debidamente iluminados los prismas estelares, se podrían ver desde el aire en despegues y aterrizajes. “La Osa mayor”, formaba parte, también de aquella “Ruta de la amistad” cuyas enormes piezas han dado brincos de saltimbanqui con cada nuevo complemento del Anillo Periférico o la construcción de pisos elevados y glorietas delirantes.

Pero en el caso de los ya dichos bloques prismáticos, alguien tuvo la idea de ponerles un  copete simulando el temblor de una llama; un foco adentro y chorros de pintura derramada en sus caras múltiples, como si fueran velas de navidad. Para darle un mejor efecto, las pintaron todas de rojo, con lo cual jodieron la sociedad de Mathías con Chucho Reyes  –el pintor de gallos y caballitos de feria y circo en papel de china–, su compañero cromático  hasta en las Torres de Ciudad Satélite.

Así pues la obra quedó convertida en un adefesio cursi y navideño. Un oportuno reportaje obligó al director de Conasupo a reparar el entuerto y poco tiempo después la escultura quedó restaurada.

–¿Qué piensas, Mathías?, le pregunté a Goeritz quien  me invitaba a declararle  la guerra a una indefensa botella de mezcal.

–Que es genial, para eso existe la Mona Lisa, para que le pinten bigotes…

Tiempo después otras obras de Mathías sufrieron iguales despropósitos. Su espacio experimental “El eco”, en la avenida Sullivan estuvo secuestrado por los radicales de la UNAM (como el Foro Isabelino, como la Casa del Lago; como el Auditorio Justo Sierra y tantos espacios más en manos del vandalismo tolerado) hasta una liberación  al parecer definitiva emprendida por Juan Ramón de la Fuente.

La “Serpiente del Eco”, una de sus piezas principales, en sus múltiples versiones, ha sido restaurada y reconstruida prácticamente y no hace mucho fue motivo de una larga exposición en el Palacio de Iturbide, construido –como, todos sabemos–, por Francisco Guerrero y Torres.

Hoy la incuria se lleva (o pretende llevarse) otro trofeo: “El animal del Pedregal”; una serpiente anudada abre la boca de concreto, como si tuviera una sed eterna, se está cayendo a pedazos.  Mathías la colocó en una explanada de 10 mil metros y la serpiente ha visto cómo se reduce su hábitat hasta llegara  los 500 y lo mismo se usa como mesa para taquear o reclinatorio de adolescentes lúbricos y cachondos, lo cual seguramente no molestaría tanto al escultor.

Y el reportaje de ayer de Reyna Paz en Crónica, nos da cuenta también de otra pieza “goeritziana”  en proceso de degradación: “Energía”,  un juego de bloques incrustados en la parte alta de un fuste piramidal.

Pero ese es el destino las obras en esta ciudad: no importa si se trata del Caballo de Bronce de Tolsá, el Hemiciclo a Juárez  o una estatua ecuestre de Emiliano Zapata a la cual le asierran las patas (en la salida a Cuernavaca) para secuestrar de cuerpo entero, con todo y penco, al Caudillo del Sur y vender su sombrero, sus cananas y  sus bigotes de bronce.

En este país le damos  en la madre a todo. Por sistema.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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