Hace unos cuantos días escuché una historia jocosa y al mismo tiempo de enorme seriedad.
Una señora madura, harta de la mofa de sus hijos y nietos en cuanto a su dificultad para hacer del teléfono celular la herramienta inseparable de mensajería instantánea, conversaciones compartidas, envío fotográfico, disfrute musical y quién sabe cuántas cosas más (incluido el Candy crush), les dijo severa:
–¡Y ya cállense y ayúdenme con estas “aplicaciones”!; yo a ustedes les enseñé a usar una cuchara, un vaso, un alfabeto, un libro, una bicicleta y hasta la dura ciencia de sentarse en el excusado”.
Hoy ya no basta para una mujer con ser pre cibernética y post menopáusica como tampoco debe sorprender a un hombre el climaterio sin saber cómo se usa un procesador, un i-pad o una inscripción a Face Book. Lo queramos o no todos somos súbditos de un nuevo amo: la tecnología digital.
Y pasado mañana se morirá, para siempre, la más notable de las invenciones humanas hasta antes de la era digital, la televisión analógica. Y no es justo del todo, no se muere la TV análoga, se muere una época.
Por la inmediatez del ciberespacio, nos dice el tratadista Nicholas Negroponte, “una fibra del tamaño de un cabello humano puede ser usada para transmitir absolutamente todas las ediciones de un diario como “The Wall Street Journal” en un segundo.” Pero sin esas ediciones la cultura americana no se había acumulado de la misma manera.
La velocidad de la información supera hoy la de la palabra humana. Si en algún tiempo la radio usada para transmitir la voz –o la música–, con la velocidad de la palabra nos causaba sorpresa, hoy los “bits” del ciberplaneta lo hacen más de prisa y de manera más perdurable. Velocidad, prisa, ese es nuestro nuevo destino.
Muchas veces no sabemos la verdadera razón de tanta urgencia.
Tenemos prisa sin objeto preciso ni saber siquiera a dónde queremos llegar. Corremos contra un muro cuya solidez y ubicación no ha cambiado a lo largo de la vida humana: la muerte.
No importa si la medicina computarizada nos detecta y alivia con oportunidad, de todos modos nos vamos a morir, como muertos están esos miles de televisores de cajón horrendo hoy almacenados en los basureros o en los llamados centros de acopio con su irremediable negrura de cíclopes tuertos.
Yo no se si el salto tecnológico nos conducirá a una nueva humanidad. No se si los millones de años necesarios para lograr el paso bípedo y vertical de los humanos dotados de un pulgar opuesto y capaces de sujetar herramientas, al principio de piedra y ahora de “bites”, se vayan a reducir en el siguiente paso evolutivo a unos cuántos decenios.
En México ya funcionan muchos millones de teléfonos inteligentes, los cuales se usan para propósitos generalmente poco inteligentes, como tomarle una foto al plato de los chilaquiles y enviárselo a los amigos como si se tratara de algo realmente importante.
El bisbiseo, la cháchara, el “chat” son prodigios de la tecnología cuya generalización nos habría parecido impensable hace apenas dos décadas. O una.
Pero hoy las señoras los usan para consultar al ginecólogo o para enviarse mensajes de picardía trasnochada. Los hombres “ligan” mediante el envío de canciones o mensajes plagiados de viejos libros; las muchachas se cuentan sus romances y los secuestradores planifican su comercio.
Una cosa es la tecnología y otra el contenido de los mensajes por ella distribuidos mediante muchas de sus invenciones. A fin de cuentas la digitalización de la TV no es sino la compactación de las señales en una banda, lo cual permite más flujo de datos (la imagen se convierte en eso, como el sonido o la fotografía) en el mismo espacio.
Es como si de pronto todos los autos de una carretera saturada, como la de Acapulco en estos días, se viera utilizada por autos de diez centímetros de largo. Cabrían más en la misma pista.
Eso quiere decir nada mas una cosa: si caben más señales, habrá más señales.
¿Cómo van a ser los nuevos contenidos?
Eso no depende de la tecnología sino del cerebro creativo de quienes manejan la industria, lo cual hasta hoy no ofrece demasiado para el optimismo.
Por lo pronto la TV análoga o analógica (“asnailógica”, dijo alguien) se ha muerto. Y pasa a ocupar su sitio en el panteón donde yacen los acetatos, los teléfonos con discos y agujeros para marcar los números y los fonógrafos; la película fotográfica, los cines para más de 200 espectadores; los cinescopios, las llantas con cámara y las máquinas de escribir.
Nos dicen, aseguran y juran sobre lo maravilloso del futuro. No lo creo, especialmente cuando éste ya ha llegado y las maravillas no se presentan excepto en ñoñerìas de ciento y tantos caracteres por mensaje.
Como sea, Feliz Año Nuevo (digital) .