Ya hace muchos años de eso.

Horrorizados los espectadores veían escenas cinematográficas de crueldad terrible, no contra los animales sino contra otros hombres. Bárbaras costumbres como la conducta de los penitentes cuya fe los hacía lamer peldaños de piedra hasta destruirse las lenguas en una escalera de babas sanguinolentas; las horribles mutilaciones genitales de ablaciones africanas, la deformación estética de pies femeninos; las perforaciones, el estiramiento jirafesco de las vértebras y tantos y tantos otros modos de perjudicar la vida humana en el nombre de quien sabe cuáles creencias, costumbres o simples estupideces.

La cinta fue conmovedora.

Hay una secuencia sobre la civilizada actitud de algunos ingleses cuyo amor por los perros no es compatible con las molestias propias de los canes, por ejemplo sus ladridos. Para evitarlos, operaron las cuerdas de los animales y en la cinta se miran los hocicos abiertos de mastines mudos cuyas fauces no emiten sonido alguno.
Amor sin molestias, se podría decir.

Y mientras esas escenas se estrellaban en los ojos de los cinéfilos, la música de Ortolani, con una hermosa melodía de interminable dulzura, hace el debido contraste. Una obra semidocumental muy propicia para pensar sin consecuencias culposas, en algunos rasgos de la crueldad inhumana o quizá en el sentido nietzcheano («…el remordimiento es como la mordedura de un perro en una piedra: una tontería…»), demasiado humana.

Pero la convivencia entre los perros y los hombres es profunda. A veces incomprensible pues no todos somos San Roque, ese buen varón cuya virtud no solo consistía en cuidar apestados sino en practicar la caridad de tantas formas como le fuera posible, a cambio de lo cual la providencia se le presentó en la forma de Melampo, un chucho sin estirpe, cuya lengua de milagro curó las llagas del santo contagiado y purulento de tanto cuidar a los enfermos.

En fin, una pía leyenda en la cual se demuestran los usos linguales múltiples en torno de la fe: para curar llagas santas o para lamer escalones babosos, como en la ya dicha película.

Pero en esta ciudad la convivencia con los cánidos es muy extraña. Cuando no se les señala como peligros ferales en la sierra de Iztapalapa (Santa Catarina) y se les persigue como asesinos de mandíbula inclemente, se les detiene y mata en cifras espeluznantes para quienes hacen de la protección animal una vocación inquebrantable. No se conoce claramente la cifra pero puede llegar al sacrificio anual de casi 20 mil perros en los centros sanitarios.

Y a esos se debe agregar ahora la triste cifra de la veintena envenenada en los parques de la colonia Condesa por una mala química (en ambos sentidos) de entrañas de piedra quien repartía estricnina como quien obsequia croquetas a los animalitos cuyos dueños hacen del paseo canino uno de los ejes de su actividad matutina, vespertina o nocturna en los fallidamente cosmopolitas jardines públicos de esa zona, donde todos tenemos la oportunidad de sentirnos habitantes del Soho o de Tribeca, cuando el resto de la capital nos lleva en sus mejores momentos a un gimnasio tepiteño parecido al Bronx.

Pero con canes y a veces entre ellos vivimos. Unos sienten la suya como una vida canina; otros, en medio de la desdicha aúllan como perros amarillos en el Periférico y algunos se quejan de su perra suerte.

Un autor hubo capaz de escribir en sus “Perros noctívagos”, la desgracia miserable de andar por el mundo con un trozo de Jesucristo en el estómago, para después suicidarse en medio de su blasfemia literaria. Souza Reilly nos dijo del alma de los perros y a pesar de ello no hallan en el premio Nobel reconocimiento para su exaltación como sí ocurrió con Juan Ramón Jiménez y un borrico cursi llamado Platero.

El cine nos ha regalado a Lassie y a Rin Tin Tin lo cual es homenaje muy menor para la nobleza de esos animales cuyo ladrido feroz los acompañó en las guerras con mastines al frente de los regimientos o cuya ternura los metió a la cama de nuestros hijos.

De niños todos quisiéramos.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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