No importa cómo se le llame: linchamiento, pogromo, justicia por mano propia, turbamulta, fanatismo, salvajada. No importa.

El descontrolado grupo deshumanizado al extremo, enfebrecido por sus propios mitos, invadido por una sensación justiciera cuya inflamación estalla el ánimo, nubla la razón, excita y disfraza la cobardía entre los muchos rostros del grupo enloquecido y pone sobre los ojos una cortina roja cuya única salida es la macana, el palo, la gasolina rociada sobre el inerme bulto molido a patadas, escupitajos y golpes; la vieja costumbre de acabar con el adversario así ese enemigo imaginario haya sido invento reciente, culpable de un delito jamás probado, víctima del rumor estúpido y la inmediatez del contagio.

El hormiguero se agita en torno de la piedra con cuya rotunda dimensión se ha tapado la boca de la casa común. Los insectos se suman a la imposible labor de remover el obstáculo y si no lo consiguen comenzarán a matarse unos a otros.

En los casos de linchamientos, casi siempre en comunidades semiurbanas, como acaba de suceder en Ajalpan, Puebla, el método de la barbarie es casi idéntico: todo comienza con un rumor de origen nunca identificado. Los niños o las vacunas, los extranjeros, los forasteros, los intrusos, los cuya exigua presencia no bastaría para cometer los delitos imaginados, han secuestrado a los niños. ¿A cuáles niños? Nunca se sabe.

Así ocurrió en Tláhuac, así ha sucedido en Ajalpan y en tantos otros lugares.

El problema es de psiquiatras, juristas, sociólogos o de antropólogos. ¿Dónde está en la mente humana ese silencioso mecanismo cuya activación se logra cuando se mezclan el fanatismo y el instinto primitivo de la extrema agresividad?

Es difícil creerlo pero cualquiera de esos enfurecidos golpeadores de los inermes encuestadores asesinados en Puebla, ha tenido, quizá, un momento de ternura.

Ha sido capaz, posiblemente, de conocer la pasión; imaginar la felicidad y la ternura o de sentir pena por un enfermo, por una mujer abandonada, por un amor desconsiderado. Cualquiera de ellos ha sido humano en la parte divina. Pero lo demoníaco ha ganado la partida.

En un instante de furia inducida por la manada el hombre regresa a sus momentos de bestia cuadrumana.

Como si crecieran las uñas y se salieran los colmillos de sus encías monstruosas. Golpear, dañar, herir, matar, mirar la sangre derramada con el regocijo de un logro propio, con sevicia, con maldad, con saña infinita.

En el año 2003 la Comisión Nacional de Derechos Humanos convocó a un concurso de ensayos sobre el tema del linchamiento.

“Los casos de justicia (injusticia, diría yo) por propia mano aquí examinados –dice José Luis Soberanes en el prólogo de la edición de dichos trabajos–, son sin duda expresiones de una sociedad civil –si cabe la expresión–, engallada y forzuda ante un poder público alicaído, reactivo y a la defensiva.

“Si esta conflictividad no se resuelve bien, puede ciertamente llevarnos de regreso a situaciones de desgobierno rural y urbano que no se habían visto en México desde hace muchos años.”

Pero muchos o pocos los años transcurridos los hechos son los mismos. Los rumores se extienden (como en Canoa) y crecen (como en Santa María Magdalena), con la sola mención divulgada de manera insensata, con la acusación peregrina y fugitiva.

Cada vez el imaginario agravio es mayor, si primero era un niño al momento de la paliza ya son tres o cuatro los secuestrados. Los ofensores resisten la prueba de la identificación; “esos no fueron”, dice una mujer cuya voz nadie atiende. El mecanismo de la brutalidad se ha echado a andar y no hay forma de contenerlo.

La fuerza pública muestra como nunca su debilidad. El disimulo es la regla. Quien no participa en la orgía violenta se auto margina hasta de la denuncia. Todos saben quiénes fueron, “Fuenteovejuna” tiene nombre, apellido y rostro en la ubicua pantalla de los teléfonos digitales, de los videos siempre a la mano, tan extendido como inútiles.

Van a identificar a los autores, a los excitadores de la persecución y la golpiza, saben ya quién le clavo en la cara el asta de la bandera al infeliz cuya muerte fue instantánea como para ya no sentir los lengüetazos del fuego cuando quemaron los cuerpos hasta el carbón de su imbécil venganza, y todos van a quedar impunes.
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Cuando confiesen alguien extenderá la disculpa de una confesión arrancada por tortura y entonces todo se va a diluir en el mar de la complicidad oficial.

–Ya déjalo así, ya no tiene caso seguir.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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