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Hoy por la mañana terminaré algo pendiente hace más de 40 años. Presentaré mi examen profesional y, si los conocimientos me alcanzan, me titularé como licenciado en periodismo. Como nunca ha creído –ni creeré– en las escuelas (al menos para este oficio), me salté el inútil tránsito por las aulas. Nada más.

En mi ánimo juvenil de entonces –1969– ni siquiera la convocatoria a la permanente, despreocupada y jolgorienta vida estudiantil fue capaz de retenerme en la universidad. De aquel tiempo conservo todavía algunos amigos y, obviamente, escasa sabiduría. Lo demás vino después, día con día.

Sin embargo, sigo creyendo fervientemente algo: el mejor “campus” para aprender periodismo fueron las redacciones de los diarios donde viví. Tan distintas de las de ahora. Entonces estaban llenas de ruido, muebles desvencijados, escritorios grises, teléfonos compartidos y, como dice Evelyn Waugh, un ambiente de inmitigada miseria donde todos competíamos una primera plana a gritos; entre tragos de alcohol, madrugadas asesinas y golpes de adrenalina. Una forma de vivir, pues. Hoy todo es electrónico, cibernético y antiséptico.

Hace unos meses, Leopoldo Mendívil, presidente de la Academia Mexicana de Periodistas de Radio y Televisión, con quien me unen muchos años de trayectoria compartida, gestionó en nombre de esa organización un programa oficial de titulación.

Las gestiones se iniciaron con Josefina Vásquez Mota, quien como todos sabemos fue secretaria de Educación Pública y continuaron con el actual titular Alonso Lujambio. El planteamiento para dar reconocimiento oficial a los conocimientos logrados en el ejercicio profesional tiene varios significados.

Primero admitir el mérito de un autodidacta; o sea, quien aprende y se enseña a sí mismo. Quien es a un tiempo su alumno y su maestro con el único rigor de su conciencia y a veces de su necesidad. Yo soy autodidacta magna cum laude, me decía Juan José Arreola. Muchos no llegamos a tanto, pero hemos hecho con nuestro avance profesional la evidencia y al mismo tiempo la herramienta del conocimiento y el ejercicio.

Pero más allá de los méritos individuales de persistencia profesional y los avances de cada quien, hay un elemento importante: este convenio con la SEP representa el único punto de relación institucional entre el presente gobierno y un gremio (o una parte de él) al cual la neoburocracia política desprecia profundamente.

No voy a insistir ahora en ese punto, pero cuando a nosotros se nos acusa de obsequiarles a los narcotraficantes la publicidad mientras al gobierno se le cobran millones por las primeras planas se nos señala injustamente. Los periodistas no cobramos las planas. Ni las primeras ni las otras. Eso es cosa (cuando ocurre) de los dueños de los medios, quienes –por cierto– casi nunca son periodistas, son empresarios.

Para el gobierno los periodistas somos, en el mejor de los casos, una molestia necesaria. La estrategia del neopanismo (herencia del zedillismo) ha sido suprimir a las publicaciones pequeñas y negociar con los oligopolios de la información. Siempre será más fácil ponerse de acuerdo con cuatro y no intentarlo con muchos. Por eso no nos entendemos.

En este sentido, Lujambio le ha prestado un buen servicio a su jefe. Ha alcanzado un acuerdo profesional, sin dobleces y sin compromisos ulteriores, con parte de un gremio en el cual priva (en términos generales) el resentimiento. No sólo por la selectiva e injusta distribución de la publicidad oficial (el gajo y la migaja), sino por el desdén y el desprecio implícitos en esa y otras decisiones.

La más grave de todas ellas es haber construido en perjuicio de la nación una imagen de inseguridad alejada (dicen los oficialistas) de la verdad, de propalar falsedades o al menos exageraciones, de respaldar con argumentos falaces a quienes “hablan mal de México” y otras muchas cosas más por las cuales se nos considera traidores, según una elemental traducción de las quejas presidenciales.

Pero ni somos ni traidores ni apátridas. Ese chaleco se lo pondrían otros.

Una forma de manifestar nuestro respeto a las instituciones es esta. Poner bajo examen de la Secretaría de Educación Pública nuestros conocimientos y aceptar un título al cual nadie nos obliga para practicar nuestro oficio, vivir de ello y contribuir con nuestros impuestos a la hacienda pública. Es solicitar y acatar una normalización académica (sin academia) de nuestro ejercicio profesional.

ORTEGA

Gregorio Ortega, compañero periodista de tantos años, escribió y publicó hace unos meses una novela sobre hechos reales llamada Crimen de Estado, relacionada con el asesinato de Manuel Buendía.

Como complemento de sus actividades, Ortega trabajaba en el Consejo de la Judicatura en el área de Comunicación Social.

El contenido de la novela ofendió a quienes movieron sus hilos dentro del Poder Judicial y a Ortega ya lo echaron del templo de la justicia. ¿Cómo? Después se lo cuento con pelos y señales.

MALOVA

En Sinaloa ya apareció el “voto blanco”. Militantes del PAN sinaloense, ofendidos por la precandidatura de Mario López Valdez, iniciaron con calcomanías en los autos y letreros en algunos edificios una campaña de anulación del sufragio: “Yo soy panista congruente –dicen–, anulo mi voto. 2010”.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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