Quizá hablar de supremacía y prejuicio es una tautología.
Nadie en su sana razón podría sostener ese concepto: el valor supremo de una etnia por encima de otras (hay razas o genotipos distintos; pero sólo una raza humana), pero esa sinrazón ha sido el sostén anímico y el estímulo de conciencia de naciones enteras cuya condición superior se sustenta en la patraña del “Pueblo escogido”. Desde las tribus de Israel a las cuevas de Chicomostoc o el águila con menú de serpiente.
Todo es la supremacía.
En México lo vemos hasta en el culto guadalupano: “noc felit taliter omni nationi” (No lo hizo así con ninguna otra nación), dicen los aparicionistas quienes explican con esa frase la preferencia mariana hacia los mexicanos. Nosotros como los hijos más dulces, favorecidos y pequeños de la madre celestial.
Todo es supremacía.
Cuando un pueblo desarrolla ese sentimiento de excepción hasta en los designios y preferencias divinas, llega necesariamente al desprecio por todo aquello fuera de esa distinción mágica. De ahí viene el sentimiento de superioridad y por consecuencia el manifiesto supremacista.
Un paso más adelante llega la proclama de superioridad. La raza superior, no importa si son los arios o los cósmicos. Darle a la condición étnica la condición de raza a través de la cual habla el Espíritu Santo, como le dijo Vasconcelos a la Universidad, sólo se entiende por dos razones: creer en la Trinidad y suponerle o inventarle cualidades únicas y excepcionales a nuestra “raza” de bronce.
En los Estados Unidos la supremacía nace del rechazo al trabajo rudo y la evidencia de cómo la tecnología mezclada con la fuerza de las armas, libera a sus dueños. El jornal agrícola le queda bien a los negros. Y desde la culta Europa se importaron miles de esclavos de piel dura y cabellera resistente al sol. Los débiles del cuerpo esclavizaron a los débiles de la cultura.
Hoy en Estados Unidos hay dos muestras de convocatoria a la supremacía. Una de ellas es grave, muy grave. La otra es riesgosa, peligrosa, a pesar de la locuacidad del personaje involucrado en su proclama, pero a fin de cuentas tanto Dylan Roof como Donald Trump ( Liberace sin piano o Walter Mercado sin estrellas) son productos culturales y políticos genuinamente estadunidenses.
Roof atacó una iglesia metodista en Carolina del Sur y asesinó metódicamente a nueve personas. Un crimen planificado, alevoso y con ventaja. La sangre fría una vez más en la historia cotidiana de ese país. “El asesino de la iglesia”, como lo podría bautizar la crónica policial, ha meditado con asiduidad las “razones” de su pensamiento y el alimento de su conducta. Todo cabe en una simple palabra: odio.
“Odio –dice en un documento conocido desde anteayer–, la bandera de Estados Unidos. El moderno patriotismo de EU es una burla. La gente pretende que hay algo por lo cual sentirse orgulloso, mientras los blancos son asesinados cada día en las calles. ” Esto no es un canto de supremacía, es una estupidez.
Roof se ha autobautizado como “El último rhodesiano”, en alusión a ese fabricado país cuyo dueño fue Cecil Rhodes quien por órdenes de la British Southafrica Company, fundó en el siglo XIX las Rhodesias del norte y del sur en los actuales límites de Zambia. Eso explica no sólo la confusión mental de este sociópata, sino su incapacidad para comprender la historia, si la conociera.
Y por cuanto hace a Trump, su desprecio étnico se debe a un fallo judicial cuya sentencia lo privó de hacer pingües negocios en México.
Una enorme fortuna como la suya no garantiza supremacía alguna. Evita las filas y la espera en los aeropuertos, pero no hace más.
En el conjunto de valores de las sociedades modernas, la supremacía como valor no tiene lugar, pero tiene seguidores, muchos y de alguna manera muy poderosos. Por eso existen el National Rifle Asociation y el Tea Party, el Acta patriótica y la industria militar americana, garante de esa superioridad.
Pura supremacía.