Quizá no haya actualmente en México un tema de mayor conflictividad y polémica como el de los medios de comunicación.
Y no únicamente por la utilización indiscriminada de la televisión, la radio y las (así llamadas) plataformas de internet y hasta las pantallas del cine en las campañas, cuyos excesos –por cierto– le han costado ya 300 millones de pesos en multas al Partido Verde Ecologista de México, sino por las evidencias fracasadas en la creación de dos cadenas de televisión (solo habría una, hasta ahora) cuya necesidad real nadie ha logrado probar más allá del manido y fatigoso ritornelo de abatir el nocivo duopolio y la instalación litigiosa de un conflicto radiofónico entre particulares.
Pero vayamos por partes.
Nadie nos ha dicho hasta ahora si las nuevas cadenas, cuando las haya, van a cambiar el sistema de la televisión mexicana; si vamos a tener productos de alta calidad, fomento a la inteligencia y la educación; si por fin “la caja idiota” lo será un poco menos o simplemente repetiremos hasta el infinito un modelo comercial de venta de tiempo a cambio de bobadas, albures, programas de concurso; prótesis, pendencias familiares, bikinis matutinos, noticiarios hechos en serie y con machote, con formatos repetitivos y cotidianamente iguales a los del año pasado y antepasado, y todos los demás groseros componentes de la insufrible “telebasura” a la cual nos hemos acostumbrado en medio de la resignación ante lo impresentable.
Discutimos sobre los medios cuando vemos el papelón de Radio Centro tras la mojiganga de su oferta multimillonaria para lograr concesiones cuya novedad le quite a su dueño la nostalgia por las otras concesiones, las perdidas de antaño (Canal 13) y ante lo cual se muestra impotente e incapaz y lleva a la añeja empresa al filo de la quiebra (sus acciones cayeron verticalmente), pues no había dinero ni para el pago de una irónicamente llamada “garantía de seriedad”. Ni seriedad, ni garantía.
Y en medio de todo eso los críticos se rajan las vestiduras por el contenido del semanario “Hola” con fotografías de la comitiva presidencial en Inglaterra, mientras las ubicuas “redes sociales” alzan su inquisitorial quemadero cotidiano en contra de quien sea, como sea y por cualquier motivo, razón o pretexto.
Y sobre todo, se alza la discusión sobre los medios cuando brota el caso de Carmen Aristegui cuyo roto contrato con MVS se ha convertido (o lo han querido convertir) en la batalla cívica más grande en la historia de la radiodifusión mexicana, por encima de las viejas historias de Paco Huerta o José Gutiérrez Vivó.
Ese caso ya ha llegado a un punto insólito: un juez apoyado en las modificaciones recientes a la ley, emite una resolución de amparo sostenida (creo yo) en febles argumentos: las líneas de trabajo de la empresa concesionaria son motivo de interés público pues se trata de una intervención en la materia informativa, cuya naturaleza la lleva al terreno de la libertad humana de expresar ideas a través de un medio concesionado. ¿Así o más retorcido el leguleyo argumento?
En ese sentido ese relativo amparo (provisional hasta ahora) convertiría, si se logra con plenitud, cualquier contrato de un periodista o comunicador en una coraza invencible, un escudo perdurable, una garantía de invulnerabilidad.
Las relaciones laborales pasarían a ser materia de litigio por una extraña mutación: los conductores serían convertidos, así nada más, en “garantes” infalibles de la libertad de expresión y representantes de la vigencia del Derecho a la Información, a la Verdad, a la Expresión y todo cuanto se quiera en el infinito catálogo de los Derechos Humanos. Ya no serían divinas garzas. Serían semidioses intocables.
¿Cuál va a ser entonces la reacción de la industria?
No contratar a nadie. Todo se irá por arreglos mediante servicios prestados y pago de honorarios , con lo cual la indefensión será crónica y todo quedará en el viejo sistema de brincar y pagar el chivo.
No se podrían establecer relaciones laborales ni contractuales de potencialidad riesgosa para los capitalistas y tanto querrá el diablo a sus hijos como para al final sacarle sus ojitos.
No tiene caso ahora (otros ya lo han hecho) explicar las relaciones entre el juez Fernando Silva García y los abogados de Carmen. Lo único real es una resolución por la cual las partes en conflicto deberán reunirse a negociar lo imposible: reinstalar a la conductora y entregarle el control absoluto de los criterios de emisión. Una empresa dentro de la empresa. Y todo pagado por el concesionario.
Pero los medios nos abarcan y nos envuelven. Nadie sabe con claridad cuándo ni cómo se hará esa otra cadena, la de la televisión pública.
Bueno, ni siquiera hay quien explique la naturaleza real de los «medios públicos”. La más frecuente distorsión es confundirlos con los medios gubernamentales o estatales. Eso no los hace públicos. En la mayoría de los casos los hace aburridos.
¿Los medios son públicos por su propiedad o por la posibilidad del publico (¿cual y cómo?) de intervenir en su programación? ¿De quién es y a quién sirve?
En fin.
Y en medio de todo esto, concluye con la designación de una nueva directora, el concurso abierto para operar el Canal del Congreso, acéfalo desde hacia meses cuando Leticia Salas dejó el cargo para ir a un puesto en el IFT.
Como es sabido este redactor se inscribió (y se retiró al inicio del proceso) para ocupar esa posición, lo cual, lo deja en libertad de analizar, sin “conflicto de interés”. Bien haya.
Ahora Blanca Lilia Ibarra ha salido avante entre una decena de aspirantes en las fases finales del concurso, y seguramente la decisión han sido acertada y conveniente.
Tanto como para concitar la crítica del senador Javier Corral, lo cual es un buen síntoma. Si este profesional de la inconformidad interesada, santo patrono de la verdad y la justicia critica algo, quiere decir, indudablemente, lo acertado de dicha cuestión, especialmente en esta materia desde cuyo análisis ha construido su plataforma política con el membrete de la AMEDI. Pero esa es harina de otro costal.
Hoy Blanca Lilia Ibarra llega a una posición compleja y enredosa: en tiempos electorales, con el cambio digital a la vuelta de la esquina, con equipo caduco en muchos casos y en medio de severos recortes presupuestales a pesar de los recursos ya etiquetados.
Quien dirige el Canal del Congreso tiene automáticamente 628 jefes, pues los grupos parlamentarios (diputados y senadores) siempre buscan injerencia en las emisiones.
Es un trabajo político y administrativo de intensa dificultad y a veces poco reconocimiento en un canal sin personalidad jurídica propia, operado mediante una comisión bicameral cuya rotación directiva puede resultar altamente ”democrática” pero notoriamente impráctica.
Alguien dijo, no tiene pies ni cabeza. Bueno, pues cabeza ya tiene. Suerte a la directora.
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