No se necesita ser Miguel Ángel de Quevedo para guardarle respeto a los árboles. Es más, México necesitaría muchos de esos hombres con visión de aprovechamiento forestal. Como los hay en Finlandia, en Canadá o en algunas otras partes del mundo.
No tiene caso ahora insistir cómo se queman y se tumban y se rozan los terrenos llenos de árboles viejos y jóvenes para extender las zonas de pastoreo.
Es la historia eterna de Chiapas, son las decenas de miles de hectáreas arrasadas año con año y es en general, como en Michoacán, el pésimo aprovechamiento del monte y sus productos, se convierte en origen de muchas actividades relacionadas con otros delitos.
Contrabando de madera, tala clandestina, caoba reducida a carbón para crear malos prados de pastores de cabras o vacas. Y lo peor, nadie se encadena para protestar por la destrucción de los bosques y la consiguiente erosión y con ella la pérdida de suelos y la facilidad posterior de la lluvia para convertirse en avenida y torrente y llevarnos a todos los males ocurridos a causa de esto. La destrucción de los bosques, como sistema de vida, es mucho ,más grave de lo denunciado y lo sabido, así haya programas de “proárbol” y demás.
Pero las quejas por esto son menores. Sí se dan enfrentamientos entre campesinos de uno y otro lado del río por el despojo de sus madera; si se exigen derechos de monte pero los problemas se derivan o se presentan por el dinero, no por la conservación del recurso. Se causan por la destrucción del bosque, no por su aprovechamiento racional.
Sin embargo –y en contraste con el silencio ante la destrucción boscosa o el incendio anual de miles de hectáreas potencialmente útiles–, la capacidad vocinglera y quejosa de los defensores del árbol urbano es muy grande.
Y ahora lo vemos en la suspensión, así sea temporal, de la obra del paso inferior en la avenida de los Insurgentes y la memoria del Río Mixcoac, donde el nudo vial es mayúsculo, todos los días, y la solución (relativa, pero solución) no es del agrado de los vecinos, por una simple razón: van a derribar árboles, muchos árboles.
La verdad es muy simple sin no se hubieran derribado millones de ellos no existiría la ciudad. La gente puede convivir con los árboles pero no puede (se pudo hace años, cuando aún teníamos cola) vivir en ellos. La disyuntiva es muy simple: o se hacen ciudades o se conservan bosques. Una vez hechas las ciudades se pueden guardar zonas, amplias, cuidadas, útiles, para destinar espacios verdes y si una obra obliga al derribo, la norma dicta cómo deben reponerse.
Si se tiran diez árboles pues se deben sembrar cien o más. Si se talan cien, se deben reponer con mil de ellos, con especies convenientes para el suelo urbano, con raíces profundas cuya extensión no reviente banquetas y tire bardas o alce la sala de la casa con un brazo de poderoso raigón.
Todos amamos la sonrisa estrepitosa de una jacaranda o el estallido vibrante de un colorín, sobre todo en estos días.
Todos necesitamos el verde como parte del paisaje (excepto en anuncios de TV o pantalla de cine donde lo verde repugna) pero tampoco podemos dejar a la existencia de algunos árboles la posibilidad de mejoras urbanas. Por fortuna se pueden reponer con ganancia.
Los apóstoles urbanos deberían aprender a ciencia del árbol del bien y del mal.