Si aceptamos al narcotráfico como la matriz contemporánea de todos los demás delitos –trata de personas, secuestro, extorsión, derecho de piso, venta de protección, homicidio y cuantos más se quiera–, combatir a los narcotraficantes sería el equivalente a cegar el manantial para después tapar el pozo. Pero por desgracia no ha sucedido así, aunque quizá no pueda ocurrir de otra manera.

Mientras el gobierno mexicano celebra con platillos y tambores las capturas consecutivas de “La Tuta” y sus cercanos, (comenzando por su hermano el auxiliar financiero), y el Z-42, Oscar Omar Treviño Morales, Sebastián Marroquín, hijo del más notable delincuente de esta estirpe malévola (el colombiano Pablo Escobar Gaviria), nos advierte lo escaso de este éxito:

–¿No es hora –dice—de evaluar alternativas de paz y no de guerra frente a las drogas? Matando a los pacientes no se cura la enfermedad. La democracia tiene una deuda pendiente con la sociedad: firmar la paz con las drogas… ni los niños ni los adultos aprendemos a punta de pistola. Si tenemos que defender nuestras ideas con armas, entonces es menester revisar nuestras ideas.”

Posiblemente tan ingeniosas frases estén bien para la promoción comercial de su libro “Mi padre”, pero si se las analiza con un poco de detenimiento se les verá el cobre detrás de su oropel brilloso.

Si en el asunto de las drogas existen pacientes; es decir, enfermos, ésos son los adictos cuyo consumo sostiene el edificio y el negocio. Y cuando ya la venta de drogas no deja suficiente, entonces los narcos se meten a otras áreas más rentables.

El contrabando, la cobranza mercantil, la exacción, el chantaje, la trata de blancas (y negras) y todos los delitos ya conocidos y quizá algunos por inventar o mejorar en la maquinaria infernal de la maldad humana.

Quizá estos expertos en confundir la fraseología con la realidad, ayuden en verdad muy poco a la verdadera comprensión del asunto. Si en verdad las democracias tienen una deuda social de tipo universal en relación con las drogas y todo este asunto (cuando no se sabe cómo definirse ante una situación se le llama asunto), no es esta la pacificación de su relación con las drogas sino la eliminación de su consumo mediante la educación, la oferta de oportunidades de esparcimiento y actividad productiva y la atención de los desesperados.

Sin embargo en todo este diagnóstico de quien alguna vez se llamó Juan Pablo Escobar, hay un indicio interesante para comprender el fenómeno entero: cuando falla el estado se incrusta el narco.

Y no es solo cuando falla por ausencia, como él dice, sino cuando se colude con las actividades ilegales.

Durante mucho tiempo se ha insistido: si no funciona el binomio delincuencia y protección a la delincuencia, los negocios ilegales no pueden crecer de la desproporcionada manera como lo hacen.

Pero sea o no sea una fórmula definitiva, al país le hace bien la captura de los delincuentes. También la exhibición de sus estrategias. Lo único faltante en todo esto es la claridad en cuanto a cómo operaban en realidad los criminales. Hasta ahora no sabemos con certeza quienes y cómo los protegían.

Vemos el producto final, pero no conocemos tofos los ingredientes. ¿Quién y cómo protegió a “La tuta”, quien dejó hacer y quién dejo pasar?

Hemos visto quién mata a la vaca, pero no quién le sujeta la pata. Y así, como alguien diría, no resolvemos nuestro asunto. Nuestro asunto. Vaya manera de resumirlo todo en una simple palabra sin sentido.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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