El despacho del Secretario de Comunicaciones y Transportes en el maltrecho Centro SCOP, ese edificio ultramoderno para los tiempos cuando fue edificado por Walter Buchanan  como coordinador del proyecto y Carlos Lazo como inspirador arquitectónico, era más bien soso.

Apenas quedaba una sombra de aquella opulencia fracturada por un sismo y poco del fulgor de cuando Revolución rondaba el medio siglo y los perros se ataban con longaniza. Sólo estaban los recuerdos podridos.

Juan Molinar, sin embargo, había convertido la oficina de “Señor Secretario”, en un ambiente personalizado, con sus libros, con algunas máquinas de ferrocarril entre los adornos del estante , seguramente heredadas como parte del mobiliario simplón, pero había algo valioso en  exhibición.  Simuladamente discreta pero invaluable en ese tiempo había una fotografía suya en el tendido de la plaza México, cerveza en mano, abrigo gordo y la mejor compañía de entonces para un panista convencido: Felipe Calderón.

Felices, dichosos y en el gozo del triunfo

–¿A quién fueron a ver?; le dije.

–A David Silveti, fue aquella tarde inolvidable. ¿Qué te parece?

A mi Silveti nunca me convenció, ni cuando estaba en buenas condiciones físicas. El  suyo por  los toros me parecía un amor imposible. Y así acabó, pegándose un tiro como solían hacer los románticos tras la pesadumbre de sus amores fracasados. Como Manuel Acuña.

Dentro del PAN volaban las facas de la purga. Manuel Espino era insoportable para Felipe Calderón y en el mejor estilo estaliniano lo echó a patadas. Muchos lo ayudaron en ese empeño ruin.

–Dime, Juan, ¿qué pasa?

–Mira, en el PAN nos herimos, nos damos con todo, pero adentro. Las paredes están chorreando sangre, pero no abrimos las ventanas. Hay batallas internas muy duras y hasta crueles, pero no dejamos salir los problemas, los ventilamos adentro. Pasa nada, dijo sin el NO”.

Molinar seguía entonces las reglas.

Ya no era el académico en el Colegio de México a quien yo había invitado como colaborador a la revista “Epoca”. La política lo había cambiado, lo había infatuado. Solo la melena sobre la nuca recordaba a aquel otro hombre más libre, menos ufano.

Hoy, Felipe Calderòn (cuyas virtuosas desventuras no terminan ni van a terminar jamás, pues la hora de la venganza viene casi siempre después del tiempo de la ofensa), siente los dardos de Molinar quien lo tunde como si lo conociera.

“O tempora o mores”, diría el latinista.

Y así hoy Don Felipe le podría decir a Molinar:

–«¿Tú también; Juan?” (¿tu quoque Fili?) como recuerda la historia en boca de Julio César. Pues sí, hasta el hijo adoptado le dio una cuchillada al “Divino” tras el golpe inicial de Casca cuando los muros del Senado romano también se llenaron de sangre.

–“¿Tu también, hijo mío”

Pero estos dos caballeros no son ni romanos ni latinos. Son ejemplo de cómo la vida une y separa  y cómo la fidelidad de un tiempo no era sino el disimulo y la tolerancia ante los defectos del otro. Molinar es hoy un hombre enfermo y prematuramente envejecido. Calderón es un hombre joven y justa o injustamente desprestigiado por su temperamento insoportable y por su obra pública. Quienes lo toleraban forzadamente cuando distribuía posiciones de poder en el partido, la Cámara o la Presidencia, hoy acuden a otros dispensarios. A él ya nadie lo necesita.

Pero algo es  cierto, Calderón siempre entendió el PAN como su casa, como un coto personal donde tenía derechos otorgados por sí mismo y su mitología, pero muchas veces ha ocurrido: a alguien mal portado, terminan echándolo hasta de su casa.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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