Era muy temprano en la mañana.
La luz del sol comenzaba a dorar la casa de la Virgen de la Soledad y las varas de las escobas le rascaban la espalda a las calles de Oaxaca. Los gatos de indefinible olor se desperezaban en los patios tras una noche de juerga bajo la luz de la luna. Un hombre caminaba solo hacia el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca.
–¡Pancho!, le dijo una mujer cuya mano se alzó en el aire.
Él; flaco, enteco y frágil en apariencia, seco y barbudo, de camisa azul con botones extraviados, le correspondió el saludo con timidez. Entró al venerable edificio y corrió a refugiarse bajo el portal del patio.
–Gracias por la entrevista, le dije.
–De nada, respondió Francisco Toledo desde la modestia sencilla de sus ojos de dulce carbón.
Toledo acababa de donar una biblioteca para niños ciegos. Braille se daba la mano con las iguanas y los conejos de incesante lujuria. Las tortugas llevaban en sus lomos los libros de puntos perforados como con picos de gavilán.
Su obra bienhechora ya estaba reconocida por las muchas aportaciones en becas y promociones para jóvenes artistas. Su defensa del patrimonio oaxaqueño, su batalla persistente hasta lograr la recuperación de Santo Domingo, todo ya era cosa bien sabida.
Sentado con sencillez en una silla de madera, con la mano derecha jugueteando en la tierra del macetón donde estallaba hiriente una enorme biznaga, Toledo escuchó la pregunta hoy tan vigente como entonces, hace ya quince años o más…
–¿Por qué usted siempre da algo?. ¿Por qué siempre dona, regala, entrega, por qué se comparte trozo a trozo?
Y en voz baja, como si la respuesta fuera una meditación; Toledo nada más susurró:
–El que tiene más debe dar más. Si no, ¿para qué tiene?
Viejas palabras de aquella mañana. Luego hablamos de otras cosas, de pintura, de Rodolfo Nieto, de Rufino Tamayo, de la política, del país, de la injusticia, de los indios.
Y ahora uno se entera de la culminación de una idea circundante en su cabeza hacía ya tiempo: donarle todo al pueblo bajo la custodia de una institución cultural responsable y profesional. Ojalá así sea, pues.
Toledo se ve mucho mayor con esa barba canosa y sin aliño. Sigue enjuto y magro, como siempre ha sido. Sigue callado y hundido en su arte minucioso de disciplina inquebrantable.
Su talento le ha dado fama, prestigio, dinero, pero sobre todo respeto y cariño. Siempre solidario, siempre solitario, por otra parte; siempre suspendido en el cielo de sus pensamientos y su imaginación fecunda y alucinada, como esos papalotes con murciélagos elaborados en los talleres a orillas del Papaloapan volando solos por en cima del río.
Ayer México recibió su acervo: 180 mil piezas. Grabados, pinturas, objetos varios; obra diversa.
¿De veras son tantísimas?
–“No lo se, dice. Quien sabe quién inventó ese número, pero da igual, nunca coleccioné para mi”.
Hoy todo se queda en Oaxaca, custodiado, administrado y cuidado por Bellas Artes con un compromiso: mantenerlo, conservarlo y de ser posible multiplicarlo, ha dicho Rafael Tovar.
Lo veremos con el tiempo. Por ahora Toledo ha dado una muestra más de su generosidad. No anduvo por las calles de la alta burocracia mendigando espacios ni promoviendo un museo con su apellido como hecho algunos exhibicionistas de cuyo nombre no vale ni acordarse.
Toledo es un gigante cultural. Abrazarlo es como poner las manos en la piel del árbol de Santa María del Tule.
Por eso anoche los murciélagos volaban con los ojos abiertos.