Los hallazgos del video, ya sean para exhibir a los colaboradores informales del crimen organizado, como ha ocurrido con los Templarios en la videoteca de La Tuta, sólo son útiles para pulverizar famas públicas.
Indudablemente, y más allá del simplismo de recargar cualquier análisis en la existencia del “Homo videns”, como nos enseñó Sartori, vivimos tiempos esencialmente visuales. La tecnología nos lleva las imágenes directamente a la mente sin pasar por la abstracción subjetiva de la interpretación como sucede en el caso de la lectura de signos.
Las imágenes de hoy nos condicionan y determinan. Pensamos cómo vemos; no vemos como pensamos.
Por eso el moderno lenguaje de la política es el video-escándalo, la video-revelación, el video cualquier cosa. Nos graban las cámaras de seguridad (cuyo ojo helado no inhibe la inseguridad) y nos registran los teléfonos inteligentes equipados con cámaras de foto fija o en movimiento; nos divulgan tras capturar rostros y gestos en cajeros automáticos, entradas y salidas de edificios públicos, carreteras, estacionamientos nocturnos; escaleras o elevadores antes tan peligrosos.
En algunas porterías se nos retiran credenciales y nos registran hasta los iris oculares. Libros de firmas con hora de entrada y salida, en todos lados la pregunta intimidante: ¿a dónde va? Mientras los grandes consorcios nos avisan de cómo graban nuestras conversaciones con pretexto de mejorar la calidad del servicio.
Nadie puede dar pasos en el misterio ni ponerse gafas de sol dentro del banco.
Todo se ve, todo se registra y en algunos casos todo se sube a las nubes del archivo mundial en cuya difusa presencia hallan pastura los rumiantes de la infidencia, los mirones de la vida privada, hábiles para exhibir a las famas al desnudo o en posturas comprometedoras de una liberalidad erótica cercana a la obscenidad.
Sin embargo, todo ese mundo de fiscalización constante de la vida diaria no ha contribuido a nada mejor.
No importa si los registros callejeros empañan la fiesta de una noche mexicana con la revisión de niños muy menores, debajo de cuya pañalera alguien podría haber ocultado una granada o cualquier otro explosivo. La autoridad tiene miedo y el ciudadano tiene desconfianza.
La mezcla no es buena ni ha servido para darnos una mejor vida, cuando más para hacernos más temerosos y en todo caso más sicóticos en la paranoia de la inseguridad planetaria.
Por la televisión vemos a islámicos extremistas degollar prisioneros vestidos de naranja; en la imagen vemos cómo los sicarios asaltan la camioneta del diputado Gabriel Gómez Michel cuyo cuerpo —con el de su ayudante, Heriberto Núñez— aparece calcinado en el vecino Zacatecas sin posible explicación de cómo llegó (vivo o muerto) a ese lugar donde el fuego terminó el trabajo criminal.
Las imágenes nos abruman y nos exceden.
Los hallazgos del video, ya sean para exhibir a los colaboradores informales del crimen organizado, como ha ocurrido con los Templarios en la videoteca de La Tuta, sólo son útiles para pulverizar famas públicas, pero hasta ahora nos han sido provechosos para capturar al jefe mafioso.
El capo ha trasladado su colección incriminatoria a los medios de comunicación y también el foco de la atención sobre sus reales actividades.
Por discutir la moralidad o la falta de ética en la divulgación de los videos interesados, nos olvidamos de lo esencial: ¿dónde está la cabeza de la hidra?
rafael.cardona.sandoval@gmail.com