Mancera comenzó a ser víctima de un error propio de la incomprensión de la naturaleza democrática: quien gana una elección debe ser siempre –dicen los simplistas— respaldado en sus demás decisiones con la misma medida.
Quizá prominentes sociólogos del futuro podrán analizar a cabalidad el caso de Miguel Ángel Mancera quien ha vivido estos años recientes en una especie de vaivén pendular, al menos en la percepción de muchos analistas. A partir de su estrepitoso triunfo electoral (posiblemente nadie en los tiempos recientes haya ganado una elección por ese amplísimo margen), el jefe del gobierno capitalino sufrió en carne propia aquella vieja reflexión de John Lennon en su entrevista célebre con Rolling Stone: lo malo de estar en la cima es que no hay nada más arriba.
En esas condiciones Mancera comenzó a ser víctima de un error propio de la incomprensión de la naturaleza democrática: quien gana una elección debe ser siempre –dicen los simplistas— respaldado en sus demás decisiones con la misma medida. Es decir, quien ha sido identificado por la mayoría como bueno, simpático, honesto, sano y demás virtudes, no puede tener una medida contra la primera de las calificaciones. Debe ser, por el resto de la vida, una “monedita de oro”.
Pero gobernar no siempre es agradar.
Una ciudad como esta, con graves problemas de todo tipo, en realidad nada más tiene uno: el congestionamiento poblacional. Este fenómeno ha sido descrito, como nadie, por el desaparecido jefe del entonces Departamento del Distrito Federal, Carlos Hank González.
—Mire usted decía –y levantaba el índice—, hemos construido una ciudad donde todas las actividades nacionales se concentran, aquí nomás (y mostraba la punta del dedo); es como si hubiéramos parado un elefante en la punta de un alfiler”.
Los problemas de la ciudad no serían tan graves si desde hace muchos años hubiéramos aplicado una verdadera política de descentralización administrativa, por cuanto hace al gobierno e industrial y comercial por cuanto hace a la iniciativa privada. Pero ésta a veces está probada de iniciativa y le resulta más simple enganchar su cabús a la burocracia, en cuyos terrenos todo se logra y todo se consigue.
Pero como la política no se hace con los supuestos sino con la realidad y en ella, como en las demás circunstancias de la vida, el hubiera no existe, vivimos en un hacinamiento monstruoso cuyos límites ya superan cualquier obra previsora. No hay aquí obra perdurable. Todo nos queda chico apenas lo hemos terminado.
En ese sentido hay otro asunto incomprendido: confundir al gobierno de la ciudad de México con una enorme empresa de dotación de servicios, nada más, dejando de lado otros aspectos positivos como el desarrollo de las personas, el empleo, el salario, la cultura, el entretenimiento, maravillas como Salud-arte o por el contrario, gobernar con los reflectores puestos nada más en programas de conciertos, maratones, actividades lúdicas y paseos en bicicleta.
Pero la verdad es otra: todo es necesario, todo es urgente, todo es conveniente y a veces un programa se contradice con otro.
Pero entre sus momentos positivos se debe destacar (con acuerdo o desacuerdo), su convocatoria a discutir el salario mínimo.
Primero lo condenaron, ahora todos quieren entrar a ese foro. Pedir justicia, no es un defecto.
rafael.cardona.sandoval@gmail.com