Semblanza del Arquitecto Pedro Ramírez Vázquez

Por Rafael Cardona

Pocas frases como esta resumen en tan pocas palabras todo el misterio, la importancia y la indefinible precisión del arte y el tiempo: La arquitectura es el testigo insobornable de la historia, escribió Octavio Paz. Esa es una de las ideas cuya naturaleza podríamos llamar de laberinto. Si seguimos tras su huella y sus insinuaciones, podemos llegar después de muchas esquinas y falsas salidas, a otras ideas tan impresionantes y luminosas como esa.

Si la arquitectura es un testigo del tiempo; un rostro perdurable de las edades, un retrato en piedra y cal; madera y vidrio, ¿cómo entonces debemos llamar al arquitecto?

Lo podemos llamar mago, intérprete, traductor; sombra de la vida, constructor o simplemente cazador de la historia viva y creador del lenguaje del futuro. No lo se, son demasiadas lucubraciones para algo tan simple como techar los muros donde duermen los hombres y hacen el amor sus sueños.

La frase inicial de estas palabras me ha perseguido mucho tiempo y me ha dejado satisfecho en cuanto a su verdad general. Pero me hace falta algo más. Quizá sea el manejo de la singularidad. La arquitectura y la historia. Y me perturba por una razón: es cierta si comprendemos la historia como un tiempo, no como una sucesión en el tiempo. ¿A poco nada más hay una historia?

Si comparamos el curso de la vida con la carátula de un reloj, cada minuto y cada segundo tendrían su descripción en la arquitectura. Pero cuando un hombre ha conducido las obras sucesivas por las cuáles muchos de esos gajos de tiempo le son confiados para convertirlos en edificios. ¿Qué sucede entonces?

Quiero preguntar ¿vive el hombre un mismo tiempo, una misma historia en la iglesia, en el estadio de fútbol lo en el museo? O hay un trozo de la misma historia para cada una de las habitaciones de ese enorme edificio, en el cual, un arquitecto puede darle rostro a todas las manifestaciones de la vida. Ser, entonces, digamos, un historiador de la totalidad, un retratista del cuerpo entero, para seguir con esa idea.

Posiblemente sí. Y si esta afirmación es cierta, por condición o por excepción, me acerco entonces a la categoría de Pedro Ramírez Vásquez quien ha hecho en México todos los testimonios de las distintas etapas de la historia de nuestra modernidad.

No pretendo en esta breve semblanza hacer un pormenorizado catálogo de sus obras. Me voy a referir nada más a tres de sus creaciones fundamentales por una razón absolutamente válida: son las de mi gusto y mi preferencia.

Hablaré aquí de lugares donde he estado con diferentes emociones y condiciones. En uno de ellos he gritado hasta la ronquera; en otro he reflexionado y en uno más he escuchado en la médula el lenguaje popular de México; he entrado en el misterio de su símbolo mayor y me he empequeñecido ante la grandeza espiritual de los mexicanos.

Obviamente hablo de la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe cuya audacia al momento de la construcción fue una especie de ruptura y reconocimiento. Quiebre con el pasado neoclásico y ya poco eficiente como lenguaje religioso y reconocimiento de la inmutable verdad más allá de los materiales y las sombras.

Desplegada como un manto o un ayate en la suave curvatura de su caída desde el mástil principal, la techumbre del templo es a un tiempo palio, toldo, cobijo y cielo. Su planta abarca los 360 grados de la circunferencia y son en ella todos habitantes del mismo espacio.

La colocación de la imagen de los mexicanos, ubicua, presente y omnipotente para toda oración, mirada o súplica, concentra de manera constante toda la energía de los visitantes en un punto.

Madera, cristal, piedra, mármol, lámina de oro; lámparas, música, ceras, luces todo eso hay en la basílica común. Pero sobre todo amplitud y cobijo para la muchedumbre desbordada y sumisa. Círculo de abrazo y regazo.

Otro de los edificios mayores de esta visión del mundo –edificios comunes y comunicantes — es el Museo Nacional de Antropología cuyo valor contemporáneo no merma en relación los tesoros ocultos detrás de sus muros esbeltos y severos, sus jardines, su tranquilidad. Es como un claustro rodeado de verdor.

Su enorme paraguas central, sujeto a la tierra por un tronco hundido como el árbol en la tierra; ramificado para darle estabilidad y ligereza nos evoca la humilde idea de cómo el pasado nos nutre y sostiene. El gran patio decorado por una fuente irremediable para las reminiscencias lacustres de la Tenochtitlán perdida; sus adornos de junco y plantas acuáticas, sus tardes de caracol cantante y el discreto silencio de sus mañanas, algo tiene de nostalgia y memoria.

Al caminar hacia su fondo es como si se recordaran pasos anteriores por ese mismo sitio cuando aun ese lugar ni siquiera existía, como nosotros, apenas briznas de otras ensoñaciones del pasado lejano. Nunca habíamos estado ahí, pero si nuestro pasado.

–¿Cómo entonces combinar esa sensibilidad con la encervezada escalinata del nuevo Teocalli del futbol? ¿Cómo cambiar la serenidad de una basílica, la hondura de un encuentro con la raíz mexicana en el museo –y conste, no menciono ni una sola de las piezas ni hablo de sus majestuosos interiores — con el alarido de un festejo deportivo lleno de escándalo, bullicio, gritos y pendencias?

Quizá nada más desdoblando al hombre y su tiempo en todos los pliegues de sus contradicciones. Gritar gol, murmurar amén o pensar en el ayer. Viene a ser lo mismo según cuando se haga y cómo se haga.

¿Puede haber tres cosas más distintas entre sí? ¿Cómo igualarlas?

Un museo, con su inevitable evocación de albergue de cosas muertas; asilo del pasado, refugio no de la historia sino de la reminiscencia viva. Una iglesia mayor con su inevitable aspiración de ideas etéreas, celestiales y religiosas. Un estadio, el espacio para las hazañas musculares de modernos gladiadores en calzoncillos y con pelota.

Pues no hay manera de igualarlos excepto por un nervio conductor. Los edificio son las partes; sus visitantes –nadie vive en esos edificios, ni siquiera los empleados, pues estos lo hacen en construcciones vecinas–, son el todo. La unidad entre estas obras la dan los hombres y mujeres cuyos pasos van gastando las baldosas, los pasillos, el tapiz en movimiento debajo de la virgen; las gradas y rampas del estadio colmado en tardes de escandalera o tristeza.

El talento consiste en saber separar las partes distintas de un todo idéntico a sí mismo cuya diversidad no lo traiciona: el pueblo. .

La historia de nuestros días está ahí expuesta en estos tres gigantes cotidianos. Ellos son nuestro retrato y nuestra identidad. Ahí nos reconocemos, nos sentimos propios.

Son el equipamiento de nuestros días, son el testigo insobornable no solo de la historia por donde hemos transcurrido, sino de nuestra identidad nacional. Se presentan ante nuestros ojos, y lo harán ante la mirada de quienes vengan, como los testigos exactos de nuestra vida, no nada más de nuestro tiempo. Son nuestro retrato, pero también nuestra radiografía.

Y Pedro Ramírez Vásquez entendió todo esto y muchas cosas más cuya enumeración excedería mi capacidad y su tiempo. Sólo diré: por eso este arquitecto sensible y autobiográfico, ha logrado construirnos y construirse en el espejo de todos nuestros rasgos definitivos.

Un testigo, sí, pero también un traductor.

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La Fundación Sebastián entregó el lunes pasado reconocimientos a seis distinguidos mexicanos de inigualable trayectoria en cada uno de sus campos. Fueron distinguidos, Sonia Amelio, bailarina; Julieta Fierro, astrónoma y académica de la lengua; Guillermo Soberón, médico, y ex rector de la UNAM; Luis Herrera de la Fuente, músico; Zeferino Nadayapa, marimbista y Pedro Ramírez Vásquez, arquiytecto y ex presidente del Comité Organizador de los XIX Juegos Olímpicos y ex rector de la Universidad Autónoma Metropolitana.

El escultor Sebastián en nombre del patronato de la fundación con su nombre, dijo que reconocer a tan notables mexicanos es una no solo una obligacion moral, sino una ápuesta por la cultura mexicana en tiempos de devaluación nacional en otros órdenes.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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