Es en verdad la deidad protectora de los habitantes de la ciudad de México. Nos cuida a todos y nos regala las aguas torrenciales sin cuyo caudal nadie podría vivir aquí.

Sucede que me canso de ser Dios; sucede que me canso de llover sobre mojado, dice el poeta Efraín Huerta cuando escribe de Tláloc, el dios acuático en cuyo honor fecundo se han hecho las más bellas representaciones del arte prehispánico, tanto en la monumentalidad inabarcable de su gran piedra de Coatlinchán, como en las minúsculas ofrendas de alabastro, jadeíta y chalchihuite, visibles el Museo del Templo Mayor.

La alianza simbólica entre esta deidad y el arte mexicano no tiene límites. Por ejemplo, el gran caracol de piedra chiluca hallado por Eduardo Matos en la excavación cuyo término descubrió la cima del Templo Mayor, oculta por siglos, o las ofrendas de mandíbulas de cocodrilo (¡Aguas, Efraín!) en la misma aventura arqueológica del Centro de México.

Y aquí se le debe dar una connotación profunda a esa ubicación: el centro de México como zona donde se ubica la parte medular la vieja ciudad, y el Centro de México como referencia al punto nodal de la mitología de los pueblos anteriores. El centro geográfico y espiritual.

Todo esto para decir cómo hace medio siglo este redactor, casi niño (14 años) miraba desde la lluvia del Zócalo cómo avanzaba con velocidad de caracol y contundencia de parsimonia pesada, la plataforma sobre la cual, como un Gulliver de piedra; los liliputienses mexicanos habían atado al gigante de piedra —un verdadero trozo de montaña—, con cuya severidad majestuosa y terrible, de ojos ciegos y mandíbula desdentada, con los agujeros de sus fauces vencidas, iría a adornar para siempre patio exterior del Museo Nacional de Antropología, obra mayor del periodo “lopezmateísta”; cuando los mexicanos, sin saberlo, todavía éramos ingenuamente felices en la creencia de un México ahora inexistente, feliz y promisorio, en la felicidad y saludar con alegría el porvenir.

Tiempos aquellos del dogma estabilizador y el enorme pero injusto crecimiento, pero desarrollo al fin.

Aquella tarde el dios de la lluvia nos anunció con los relámpagos de agosto de sus “tlaloques” (esos duendecillos) cuyas vasijas de barro —truenos del temporal— se rompen en estrépito de goterones para dar paso al chubasco bienhechor en una cuenca de agua seca donde la lluvia viene a ser el último de los regalos de la desequilibrada naturaleza de Anáhuac.

Tláloc, cuyo enorme monolito hoy nos anuncia el Instituto Nacional de Antropología e Historia, es restaurado para aliviarle pequeños reumatismos minerales en sus 167 toneladas de bien conservado cuerpo, es en verdad la deidad protectora de los habitantes de la ciudad de México. Nos cuida a todos y nos regala las aguas torrenciales sin cuyo caudal nadie podría vivir aquí.

“México bajo la lluvia”, se llama la colección de pintura de Vicente Rojo y mientras uno mira caminar a la gente con paraguas en una tarde como las de Armando Manzanero, siempre piensa lo bonito de ver llover y no mojarse.

Por lo pronto, el silencioso bloque de granito, tan caro a nosotros como el basamento de la estatua de Pedro el Grande en Leningrado, una especie de basalto caído del cielo para poner ahí al Caballero de Bronce de Pushkin, es uno de los grandes orgullos de la ciudad, y con mucho, la mejor escultura urbana del país.

—¿O no, Sebastián?

rafael.cardona.sandoval@gmail.com

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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