Uno es el espejo de la seriedad y el compromiso profesional y el otro un clown de teatralidad excesiva, llamativo por sus desfiguros, sus alaridos, sus muecas, sus abusos temperamentales y su gesticulación grotesca.
Todos conocemos aquella antigua definición del futbol: es un deporte inventado por los ingleses, donde juegan 22 señores, ganan los alemanes y (si se pudiera hacer un agregado), los mexicanos hacen el ridículo. Comprendo cuánto me expongo a las reclamaciones (y mentadas):
—¿El ridículo? ¿No viste cómo le jugamos de tú a tú a Brasil?
Pues sí al Brasil de los diez goles en contra en dos partidos, y al cual no pudimos meterle ni uno. Alemania le dejó caer siete. Holanda tres. Nosotros apenas pudimos empatarle a cero a esa colección de matalotes vestidos de amarillo. ¿Dónde quedó el quinto partido?
Pero más allá de la inexactitud propia de toda generalización, hubo en el desempeño del equipo germano algunos detalles sobre los cuales valdría la pena analizar, sobre todo si se ven junto a su correspondiente mexicano.
No me detendré en los aspectos técnicos del deporte. Tampoco en las particularidades culturales de ambos países. No tiene caso. Nada más me gustaría poner en consideración algunos aspectos de las personalidades de Joachim Löw, el director técnico de Alemania y nuestro señor don Piojo.
Uno es el espejo de la seriedad y el compromiso profesional y el otro un clown de teatralidad excesiva, llamativo por sus desfiguros, sus alaridos, sus muecas, sus abusos temperamentales y su gesticulación grotesca. A fin de cuentas su incapacidad a la hora de la hora.
El domingo, al comenzar la transmisión, Löw descendió del autobús donde viajaba con sus jugadores y con la camisa de mangas enrolladas y el pelo sobre la frente, se bajó como si fuera a presentar un examen profesional. Se dirigió al maletero y cargó su valija sin ayuda de nadie. Caminó a su trabajo. No a su juego. En México eso no lo hace nadie. El séquito es absoluto. Nomás les falta la parihuela.
A lo largo del partido Löw analizó el juego. Sopesó sus cambios, advirtió cómo se movían los otros, trabajó con la maquinaria de su experiencia y metió de cambio al jugador capaz de hacer el gol definitivo, el joven Mario Götze. En los partidos mexicanos el Piojo era un saltimbanqui llamativo, llenó de muecas, excesos y maldiciones. Löw no sonrió ni siquiera cuando cayó el golazo más bello del mundial. Y más significativo.
El director técnico de Alemania no festejó nada hasta ver la copa en sus manos. Entonces se rió, se abrazó con todos y dijo lo necesario:
“… Nos preparamos desde entonces, con trabajo arduo. No sólo se trata de 55 días de concentración, son 10 años de preparación, con mucho espíritu de equipo, con mucha técnica, porque nos dimos la tarea de perdurar en el futbol y sólo el vencedor perdura…”.
“… Siempre tuvimos la voluntad de conseguir las cosas, de jugar cada partido con ambición de perseguir este logro… los campeones necesitan trabajar y trabajar arduamente…”.
Los mexicanos “empiojados”, en cambio, ya festejaban la copa antes de jugar el cuarto partido. Jamás llegaron más adelante. ¿Por qué? Por “inflados” a base de imágenes en la TV y visitas a Los Pinos.
Tronaron como sapos.
rafael.cardona.sandoval@gmail.com