Lo malo de sembrar ilusiones es cosechar desilusionados. Esos llegarán tarde o temprano. Lo malo de gobernar mediante símbolos ajenos y parciales (un juego no representa a un país, así los organizadores de los torneos lo hagan por selecciones nacionales) radica en la posibilidad del desencanto masivo.
El resultado del partido de futbol contra Croacia ha tenido un efecto telúrico en los mexicanos. Fue como si un sismo atravesara la Sierra Madre, los volcanes se encendieran para siempre, los bosques apagaran sus incendios y llenaran los lagos y las lagunas de nuestra historia; como si el relámpago verde de las camisetas se convirtiera en una bandera alegre y promisoria, como si todo lo ocurrido nos probara el descubrimiento de un destino manifiesto o si nuestra manifestación en el destino dejara de ser una y otra vez estrellarse contra la pared de una dura y triste realidad.
¡Vencimos al puto destino!, podríamos decir en la paráfrasis de aquello por cuyo grito nos hacemos famosos, casi sin quererlo.
Pero todo esto tiene una razón de ser. Y la razón es meramente de mercadotecnia. La comercial y la política. En mala hora esta segunda adquirió patente de corso. No deja de ser un riesgo. Pero sea como sea, cuando gracias a las malas artes de un mal entendido nacionalismo se confundieron los colores del deporte con los méritos de las naciones, nos fuimos acercando a esa extraña formación de ejércitos en calzones de cuya eficacia depende el éxito hasta de un gobierno.
No hace mucho tiempo en México, cuando vivíamos aún el deslumbramiento del “lulismo” brasileño, algunos –hasta desde la Presidencia mexicana — miraban con envidia los éxitos deportivos de Brasil y la forma como los publicistas los vendían al mundo: van a organizar un Mundial (nosotros ya organizamos dos y nada) y unos juegos olímpicos (nosotros los hicimos bañados en sangre y ellos lo harán igual si todo sigue por ese sendero de protestas).
Hoy vemos la inutilidad de albergar esas competencias deportivas y al paso del tiempo miraremos también lo estéril de convertir un resultado del futbol en la pretendida evidencia de nuestro valor como país. Una cosa es el futbol como deporte; otra como espectáculo, una distinta como producto de la televisión y una más como bandera de propaganda política. En todos sentidos es algo verdaderamente inútil.
Brasil y sus demagogos, quisieron culminar el milagro de Lula y su entenada, Doña Dilma, en la prueba mundial de su talento. Se les reventó la pita por lo flaco. Las enormes protestas desde la Copa Confederaciones nos probaron lo escaso del pan y lo corto del circo. Pero en México los quisimos imitar inflando (¿hinchando?) a un equipo (bueno o malo, no importa) y dándole una importancia “meta-deportiva” y más allá del espectáculo.
Lo malo de sembrar ilusiones es cosechar desilusionados. Esos llegarán tarde o temprano. Lo malo de gobernar mediante símbolos ajenos y parciales (un juego no representa a un país, así los organizadores de los torneos lo hagan por selecciones nacionales) radica en la posibilidad del desencanto masivo. Hoy no han fracasado los “ratones” (en una fase, conste; nada más en una fase) pero solamente ellos.
No ha triunfado el país, no se han crecido las montañas ni se ha duplicado el petróleo (de eso nadie se encargará). No somos ni más ni menos aunque el papa Francisco se vaya a poner –quizá—, debajo de la casulla, la camiseta dolorida de nuestra siempre heroica Selección Nacional cuando venzamos a Argentina.
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