No ha sido esta abdicación un gesto de hidalguía ni una salida airosa. Al rey lo han echado y en los muros de la Zarzuela deben resonar aún las palabras dichas a Suárez: “Este se va”.
En febrero de 1981 la imagen de Juan Carlos, rey de España y bisagra indiscutible de la transición entre la feroz dictadura franquista (a la cual debió su preparación y herencia política) y la promisoria cuanto hoy desvencijada democracia española, era lo mejor de lo mejor. El frustrado golpe del coronel Tejero y la intervención del monarca a favor de la democracia y el orden (a los cuales debía su cargo, entre otras cosas) lo elevaban en el ámbito a veces incomprensible entre la monarquía y la modernidad.
Sin embargo años después y en ciertos aspectos meses después, el ovillo se fue deshaciendo y su impoluto papel quedó en entredicho, como quedó de tal manera su helada actitud en la defenestración de Adolfo Suárez, el verdadero héroe de Las Cortes cuando el malogrado alzamiento militar. ¡Este se va!, le habría dicho el Borbón a su secretario Sabino Fernández Campo, mientras Suárez abandonaba el gobierno, sin apoyo, acosado y derribado por todas las mafias españolas del poder, la milicia y el dinero.
Sin embargo el desprestigio no había cubierto todavía al monarca. Por entonces el pacífico elefante en cuyos colmillos colgó la bandera de España, quizá aún era una joven bestia salvaje en las llanuras de Botswana. Quizá aun no nacía. No lo sabemos.
Pocos años después, en el año 1985 conocí al Monarca de la Hispania Fecunda. Lo vi bajar —con elasticidad atlética y bizarra— de la cabina de un enorme helicóptero militar el cual, como señal de deferencia, se había empeñado en pilotar con el presidente de México, Miguel de la Madrid como azorado pasajero.
El helicóptero aterrizó entre polvos y estrépito en una zona apartada del palacio del Pardo (la antigua residencia de Francisco Franco) y con ese gesto, con una mínima alteración del protocolo hasta entonces vigente, se realizó la visita de Estado del presidente mexicano. Todo en aquel tiempo eran buenos augurios para una monarquía cuya mayor aportación al juego contemporáneo era la paulatina preparación al mundo del siglo XXI (cercano a la vuelta de la esquina) de un Estado hasta entonces encarnado en poderes omnímodos y dictatoriales y cuya viabilidad se veía amenazada por el cuartelazo.
Pero poco a poco la verdad se fue develando. Juan Carlos I se estaba convirtiendo en un negociante feroz, un cabildero interesado y beneficiado por encima de la dignidad del Estado. “Es el rey de Oros”, le decían como si fuera el palo de una baraja.
Se supieron sus devaneos eróticos y sus negocios turbios, su familia se llenó de lodo con las pillerías de la infanta Elena y su marido el señor Urdangarin a quien le regalaron un título nobiliario. Apenas la elegante y abnegada dignidad de la reina Sofía era poste para sostener la raída carpa debajo de la cual se preparaba la dimisión, la abdicación, la renuncia o la encubierta patada por detrás.
No ha sido esta abdicación un gesto de hidalguía ni una salida airosa. Al rey lo han echado y en los muros de la Zarzuela deben resonar aún las palabras dichas a Suárez: “Este se va”.
Este también.
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