Uno quisiera ver lejanos y olvidados para siempre los tiempos de la casualidad oratoria, del verbalismo conchudo y la simulación de confianza como muestra de sinceridad. También sería bueno de una vez por todas hacer a un lado las estatuas parlantes, esas en cuya expresión quiere el político hallar horizontes de mármol y gestos dignos del bronce. Horribles extremos.
Pésimo cuando los gobernantes se sienten Juárez en el cerro de las Campanas. Peor cuando se creen “Chabelo” con sus cuates.
Hace tiempo, el más involuntaria y fallidamente humorístico presidente, Erneto Zedillo se refirió a la delincuencia como “los malosos”. Días después respondió una entrevista de prensa y dijo:
–“¿Qué quise decir?, y de veras (5 de octubre 1995) que lamento mucho tomarme esas libertades de lenguaje, ya entendí que el Presidente no debe hacerlo porque, pues, no tienen el mismo peso que las expresiones de un ciudadano común.
–“¡Bueno! simplemente quise decir que había personas de no muy buenos sentimientos que actúan o hacen cosas que al final de cuentas, pues, no benefician, por lo menos no plenamente al país, pero yo nunca hablé de grupo, no hablé de mafia, y a partir de esa palabra -que tendría que haberse visto en el contexto del auditorio que tenía- estaba tratando de comunicarme con una multitud en un lenguaje muy llano, estaba tratando de darle ánimo a la gente, de decirles que por encima de cualquier circunstancia vamos a resolver nuestros problemas…”
Tiempo después Vicente Fox, ya ex presidente explicó las cosas como nunca antes: «Creo que le han echado mucha hueva los gobernadores; todos en el tema de seguridad”.
Pero la ligereza suele ser una actitud frecuente y hasta sugerida por los asesores de “comunicacion” al estilo gringo quienes sugieren hacer chiste al comenzar las cosas serias.
En el momento más grave de las relaciones México- EU, el Presidente Felipe Calderón decide inscribirse en el club de la espontaneidad y encara a un auditorio (en condiciones distintas de las de Ciudad Juárez, por fortuna) y suelta una parrafada realmente desconcertante:
Durante una reunión con promotores de vivienda en la cuial promovió un diálogo directo con los asistentes, Jesús Aguilera, de León, Guanajuato, de Casas Yes, le preguntó sobre la batalla a la delincuencia y el establecimiento del Estado de Derecho.
Contestó el Presidente de manera muy prolija y acertada; es verdad. Pero de pronto la oratoria casual lo traicionó:
“…los mexicanos no nos vamos a dejar dominar por una bola de maleantes, que son una ridícula minoría, montada sobre el miedo, la corrupción o la cobardía de muchos durante mucho tiempo”.
“Bola de maleantes” es un término absolutamente fallido, hasta en los anhelados términos coloquiales.
Pero lo más grave de esto es llamarle “ridícula minoría”. Si lo analizamos en términos de estadística o de volumen demográfico es más minoría el Congreso y aun más minoritario el Gabinete presidencial, e ínfimamente minúscula la presidencia de la República donde nada más cabe una persona. No es por ahí por donde se debe demostrar lo pernicioso de la delincuencia.
El problema es precisamente por lo contrario, porque los delincuentes son cada día más (cada “ni-ni” es uno en potencia) y ya hay hasta estadística en torno del medio millón de operadores del narcotráfico en el país.
Si sólo fueran muy poquitos no significarían nada ni harían tanto daño ni para controlarlos vaciaríamos las oficinas principales del Pentágono para traer a sus ocupantes y al Estado Mayor Conjunto a la ciudad de México a ver si nos venden caro un helicóptero viejo.
Por eso sorprende cómo hasta los más experimentados comentaristas políticos, capaces siempre de distinguir entre el gato y la liebre, incurren en un éxtasis admirativo y hablan de cómo el Presidente ha metido un manotazo.
–¿Manotazo? ¿Cuál? Golpear el atril es comportarse como aquel defenestrado comentarista radiofónico experto en puñetazos al escritorio para recalcar su teatralizada enjundia valerosa.
El único manazo de a de veras en la presidencia de Felipe Calderón fue el guillotinazo a la Compañía de Luz y Fuerza, por cierto hoy en manos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ese sí fue un manazo impecable e implacable, no este discurso equívoco.