De cuando en cuando las noticias sobre asuntos de proezas ociosas nos estremecen. Por ejemplo, desde hace varias semanas no hay día sin referencia a los intensos afanes multinacionales para localizar el avión malayo desaparecido en los mares del sur con todos sus tripulantes.

Y nos hablan de satélites, submarinos, pesquisas sin fin, proyectos científicos para hallar los restos del avión (¿si no esperan cosa distantita a la pedacería, cuál es el sentido práctico de tanta búsqueda?), mientras el asunto se convierte en un elemento para golpear a los gobiernos, especialmente al de Malasia por el mal trato a los familiares de las víctimas del vuelo. Pues así los hubieran tratado como reyes, eso no cambia las cosas: el avión se despedazó; no desapareció. No hay sobrevivientes y a otra cosa. Si alguien los quiere buscar; cómprese un traje de hombre rana.

Esa insistencia en recuperar lo imposible se parece mucho a la demanda de cada año en Coahuila: buscar los cadáveres de los muertos en el irresponsable accidente de Pasta de Conchos, para brindarles adecuada sepultura. Suena triste y políticamente incorrecto, pero sepultura ya tienen esos desafortunados obreros a quienes la vida no los protegió y la muerte no les dio siquiera una cristiana tumba.

Pero una cosa son los deseos, los usos funerarios, los rituales y otra cosa la realidad. No hay nada por hacer. Todo mundo lo sabe, así con afán de provecho político alguien quiera insistir en el tema de la búsqueda y exhumación sin saber siquiera ni dónde quedaron los restos después de tantos desplazamientos de tierra y tantas explosiones. Nomás no se puede, pues. Y si alguien me dice lo contrario, lo invito a charlar dentro de diez años. A ver quién tiene razón.

Pero con frecuencia los humanos nos echamos encima tareas innecesarias. Por ejemplo, buscar en España los restos de Cervantes. De don Miguel de Cervantes.

A mí, como lector frecuente de su obra (“El licenciado Vidriera” –Tomás Rodaja—, siempre me ha causado mucha gracia, por ejemplo) a mí me tiene sin cuidado dónde quedaron los huesos del autor del Quijote. Ni su osamenta de mano contrahecha tiene importancia, ni en ello radican su genio o su grandeza.

Pero ahora en Madrid hay, en este mismo momento, decenas de personas con aparatos detectores auscultando los pisos y terracerías del Convento de las Trinitarias en busca del sitio donde quedó el fiambre de Don Miguel, a quien por lo visto no dejan en paz ni siquiera tantos años después de finado, él cuya vida fue tan pesarosa y llena de dolores, conflictos y tristeza.

Al rato los austriacos van a comenzar a buscar la fosa común donde en medio del barrizal inclemente echaron el cadáver de Mozart. Y también regresarán  los revolucionarios  indignados a buscar la cabeza de don Francisco Villa.

Pero nada de eso nos debe estremecer a los mexicanos pues ya estamos acostumbrados a erigirle altares científicos a quienes nos han inventado el entierro de Cuauhtémoc, la tumba de Isadora

Duncan en la colonia Guerrero, y las osamentas peregrinas de los héroes de la Independencia a quienes pasearon por toda la ciudad en  una mojiganga de pompas fúnebres. ¡Cuánta ociosidad!

elcristalazouno@hotmail.com

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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