El indiscutible Alfonso Cuarón, a quien se le ha reconocido con amplitud su trabajo en la industria americana del espectáculo, le planta cara al presidente Enrique Peña y públicamente le plantea en un rotundo desplegado una serie de interrogantes sobre la reforma energética.
Posiblemente sean muy pocos quienes hayan leído los escritos de Madison o Jefferson. Sin embargo, la gloria americana no los necesita para fines de divulgación y mucho menos de propaganda. Le basta con las películas y las bofetadas magistrales de John Wayne.
El cine, en tanto un mecanismo de ensoñación, estímulo a la imaginación y fomento de la fantasía, se convierte tarde o temprano en la prolongación de su propia leyenda mágica. Y sus actores, directores o fotógrafos, quedan inscritos en el catálogo nacional de cualquier país con una categoría casi mítica. Son los modernos héroes de las naciones, lo mismo en la poderosa industria americana o en la implacable y faraónica y feroz propaganda de los nazis con Leni Riefenstahl al frente. El cine no es en sí mismo un actor político, pero siempre es un factor político. No manda, pero educa en favor de quienes mandan.
Sin Serguei Eisenstein otro hubiera sido el modo de comprender la Revolución de Octubre y el acorazado Potemkin sobrepasa en fama y uso político al “Aurora”.
La ficción manda sobre la realidad.
En México no estamos exentos del uso propagandístico del cine. A veces en favor de la mitología nacional de paisajes y nubes soñadoras y envolventes de nuestro mirada —no hay nada tan infinito como el cielo de Gabriel Figueroa— pero también a veces de la consolidación de los valores nacionales, la abnegación de la madre, la religiosidad guadalupana, el melodrama y el nudo en la garganta como aproximación a todos los conflictos de amores imposibles, rincones cerca del cuelo o hijos ausentes.
El cine nos forma y en ocasiones nos deforma. Nuestra aproximación a la estética femenina y su imagen idolatrada pasa siempre por las trenzas de Dolores del Río y los ojos felinos de María Félix. El arquetipo y el prototipo.
Quizá por eso sobrevaluamos las opiniones de los hombres y mujeres del cine. Si María —ha dicho alguien— no se hubiera quejado públicamente de la pestilencia a urinario del Zócalo de la ciudad de México, el programa de rescate del Primer Cuadro no hubiera sido tan bien recibido.
Quién lo sabe.
Hoy los mexicanos nos damos de frente con una audacia interrogativa. El indiscutible Alfonso Cuarón, a quien se le ha reconocido con amplitud su trabajo en la industria americana del espectáculo, le planta cara al presidente Enrique Peña y públicamente le plantea en un rotundo desplegado una serie de interrogantes sobre la reforma energética, cuya formulación es —dicen los más ortodoxos del poder—, un reto, un desafío y una irreverencia.
Preguntar, creo yo, no es una falta de respeto, en especial en un país donde se consagran los derechos de audiencia, petición y demás.
Independientemente del temario en esas diez interrogantes, en las cuales destaca la exigencia de una fecha para el abaratamiento de los combustibles, llama la atención este párrafo. No parece una curiosidad, parece un enjuiciamiento con una conveniente curación en salud: actúo desde la más absoluta independencia. Nadie habría supuesto lo contrario. El “Oscar” no es un partido político.
“La reforma energética y petrolera es la más profunda y trascendente que México ha tenido en décadas. Simple y sencillamente se ha cambiado el paradigma del desarrollo nacional. En el entendimiento de que el Congreso está por recibir su iniciativa sobre las leyes secundarias a esta reforma, me permito pedir a usted que nos informe sobre “el sentido y alcance de la reforma”. No lo hago como experto pero sí como un ciudadano preocupado por el destino en México. Y lo hago desde la más absoluta independencia política”.
Independientemente del indeterminado plazo ofrecido por el presidente Peña para dar respuestas al cineasta, vale la pena preguntarse si esas preguntas son pertinentes en sí mismas o valen nada más por provenir de una de nuestras más notables famas contemporáneas. ¿Se le habrían dado todas estas repercusiones y comentarios a cualquier otro “ciudadano preocupado”? Obviamente no.
Habrá quien atribuya este arrojo a un afán de notoriedad similar a aquel de Gael García cuando en el año 2008 irrumpió en el mundo de los articulistas de prensa con un texto lamentable (“Una distancia insostenible”) en el cual se quejaba de la violencia y los atentados en Michoacán y se confesaba “triste y vulnerable” por los hechos y peor aún, por estar tan lejos (como si no hubiera aviones).
Desde entonces no ha vuelto sobre el tema.
Pero el éxito en la pantalla garantiza atención y sobrevalora el valor de las opiniones, tan comunes como las pudiera tener cualquier hombre de la calle, aun cuando no recibiera ni respuestas ni repercusiones editoriales. Es un asunto de la fama y las consecuencias de su aprovechamiento.
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