Pero el júbilo de gritar ¡Ganamos un Oscar! o dos o tres resulta lastimosamente ridículo. El plural donde la victoria individual se adopta como si fuera un logro colectivo, solamente nos exhibe en la penuria del todo.
Hasta el año pasado, si la cifra no falla, habían sido entregados dos mil 800 y tantos premios Oscar. Dos mil 809, dicen los aficionados a la exactitud. Para fines prácticos hay por el mundo del cine, dispersas por ahí y sin poder entrar al comercio (la Academia tiene preferencia si alguien la quisiera vender) casi tres mil estatuilla doradas cuyo simbolismo es superior a su valor y cuyos dueños las guardan como un bello tesoro emocional. En cada chimenea o en cada estante de biblioteca, de cada consagrado del cine, hay un caballero de oro, fulgente y estoico con su espada y sus ojos sin ojos.
En esas condiciones, si bien se trata de una distinción altamente satisfactoria, pues los más destacados profesionales premian en la catedral de la industria cinematográfica a quien vale (siempre de acuerdo con sus criterios económicos y aun políticos) uno en verdad no entiende cómo se confunde el orgullo nacional y menos aun la imagen de la patria, con el mérito personal de recibir un premio por el desempeño de un trabajo.
No es imaginable la primera plana de todos los diarios de Estados Unidos en jubilosa exhibición de patriotismo exaltado junto a la noticia de Steven Spielberg reconocido por la academia mexicana de cine con una Diosa de Plata o un Azteca de Oro de la Ampryt.
Pero en sentido contrario, vaya si nos creemos desde ahora habitantes del Primer Mundo. Un mexicano con la amplísima sonrisa de oreja a oreja y el espadachín de oro en sus manos agitado sobre su cabeza, con un titular de esos, de ¡sí se puede, sí se puede!
Obviamente ganar un premio superará siempre al intento de ganarlo y siempre será mejor ser joven rico, triunfador y famoso frente a un escenario de pobreza, derrota y anonimato. Triunfar es cosa buena para todo el mundo.
Y en el caso del cine, pues se habla de una industria cuya leyenda se alimenta por sí misma. Como muchas otras cosas en la vida americana, la industria cinematográfica conforma y exporta su propia mitología y despliega y consagra sus propios méritos.
La Academia suele ser crítica pero pocas veces es autocrítica. Ni debe serlo ni lo necesita. El cine es una industria millonaria pero también una forma supra-estructural de afirmación de valores. Los americanos defienden su cultura con sus productos inigualables (literatura, artes plásticas, periodismo, música, tecnología) y cuando eso falla lo inundan todo con la elocuencia de sus cañones. Por eso son un imperio.
Pero en las condiciones de inopia mexicana el logro de un señor cuya carrera y producto premiado no tienen ninguna relación con México, resulta una apropiación tan fallida como grotesca. Gravity es una historia de astronautas de la autoayuda, exhibida en un país donde no hay siquiera una fábrica de avioncitos de plástico, como no sean los mendrugos de hojalata en el mercado de Jamaica.
Alfonso Cuarón nació en México, sí, pero su trabajo, al menos el importante (si la importancia la miden en Hollywood) no guarda ninguna relación con este país. Por el contrario.
Pero el júbilo de gritar ¡Ganamos un Oscar! o dos o tres resulta lastimosamente ridículo. El plural donde la victoria individual se adopta como si fuera un logro colectivo, solamente nos exhibe en la penuria del todo.
—Nunca se había logrado tal, dicen los expertos en cine, como si también el disfrute de la pantalla fuera cosa de estadísticas. Pues si a esas vamos ahora tampoco se ha logrado nada, al menos no en un sentido colectivo, comunitario.
Cuarón es un creador y la creación en ese tipo de coproducciones en las cuales el dinero viene de aquí y de allá y la concurrencia de inteligencias no requiere pasaporte alguno, tampoco necesita portaestandartes.
En verdad el rastacuerismo tiene muchos rostros. Una cosa es felicitar al paisano y otra estirar su premio para cobijarnos todos con él como si fuera el segundo manto guadalupano.
En un sentido amplio este tipo de premios, como los Globos de Oro o el Bafta o cualquiera otro, no hacen sino restregarle a México su mediocridad real y su dependencia cultural, al menos en el campo de cine.
Por desgracia otro podría ser el mensaje de esta fiesta: para hacer cosas notables, con calidad internacional y reconocimiento global, es necesario irse de aquí, salirse de la burocracia del Conaculta y los “estímulos” fiscales y los fondos y los sindicatos y las pequeñas mafias de directores incapaces, mediocres y resentidos.
El cine nacional y su mitología del tiempo dorado, son hoy en México algo verdaderamente lamentable así haya dos o tres excepciones para confirmar no la regla, pero sí la opinión.
—¿Quién triunfa?