Hace muchos años leí un libro sicoanalítico en el cual el autor demostraba la neurótica condición de los hombres del poder. Llegaba a una conclusión: hemos estado gobernados por locos a través de toda la historia.
Megalómanos, mesiánicos, ególatras patológico; mendaces irredentos, falsarios, mentirosos, pues, con todo el riesgo de la falsedad perdurable: vivir en un mundo ilusorios cuyos intereses se sobreponen al mundo real.
Pero por lo visto no sólo yo he leído libros sobre este tema. Mi amigo y compañero de estas páginas, Saúl López de la Torre, publicó aquí el diez de enero del 2013, un artículo en el cual –referido a Hugo Chávez–, expone algunas ideas interesantes. Veamos:
“En la introducción de su libro “En el poder y en la enfermedad”, David Owen, cita el siguiente párrafo de la obra imprescindible: “La marcha de la locura: la sinrazón desde Troya hasta Vietnam”, de la historiadora (y premio Pulitzer), Bárbara Tuchman.
“Veamos lo que dice: “… Somos menos conscientes de que el poder genera locura, de que el poder de mando impide a menudo pensar, de que la responsabilidad del poder muchas veces se desvanece conforme aumenta su ejercicio.
“La general responsabilidad del poder es gobernar de la manera más razonable posible en interés del Estado y de los ciudadanos. En ese proceso es una obligación mantenerse bien informado, prestar atención a la información, mantener la mente y el juicio abiertos y resistirse al insidioso encanto de la estupidez.
“Si la mente está lo bastante abierta como para percibir que una determinada política está perjudicando en vez de servir al propio interés, lo bastante segura de sí misma como para reconocerlo, y lo bastante sabia como para cambiarla, eso es el súmmum del arte de gobernar”.
“Prosigue: “La estupidez, fuente del autoengaño, es un factor que desempeña un papel notablemente grande en el gobierno. Consiste en evaluar una situación en términos de ideas fijas preconcebidas mientras se ignora o rechaza todo signo contrario (…) por tanto, la negativa a sacar provecho de la experiencia”.
“Owen llama “síndrome de hybris” a esta forma de estupidez. Y dice que una característica de esta deformación de la mente es la incapacidad para cambiar de dirección porque ello supondría admitir que se ha cometido un error.
“Según Bertrand Rusell el freno del orgullo es la humildad. Y cuando se elimina ese freno del orgullo, se da un paso más hacia un cierto género de locura: “la embriaguez del poder”, es decir, el síndrome de “hybris”, la ceguera torpe y terca del gobernante que lo lleva a incurrir en el error, una y otra vez, aunque ello atente en contra de su “propio interés”.
De todo lo anterior hay una frase: “la negativa (quizá inconsciente) de sacar provecho de la experiencia”; es decir, esperar resultados distintos de los procedimientos iguales. Y no reconocer error alguno.
En algunas de esas cosas pensaba yo cuando Ángela Merkel (Ánguela, como pronuncian los pedantes de la TV) se descaderó tras sufrir un accidente ¡esquiando en la nieve! Como si fuera el temerario Schumi.
Si un deportista cuya neurosis extrema lo lleva a la práctica de los deportes extremos, ya sean esquí, paracaidismo, buceo entre tiburones, doma de mantarrayas y cocodrilos; parapente, natación submarina en arrecifes y cavernas o simplemente seducir a la mujer del vecino, se rompe la crisma (como este ex campeón de la F-1) suena hasta cierto punto lógico, como “normal” sería un domador de leones en las garras de sus animales.
Pero cuando una señora rechonchona ella, de caminar palmípedo (como la patita cuando iba al mercado con canasta y rebozo de bolita) se menea al caminar como los barcos en alta mar y se desgracia la pelvis por bajar una pista nevada, las cosas ya no suenan tan lógicas.
Mi descripción del caminado de doña Ángela no quiere ser de ninguna manera irrespetuosa, más bien está inspirada en una imagen de la cual no me pude evadir desde mi primera visión de esta dama, de esta poderosa señora. Ocurrió en San Petersburgo, fuera de los pabellones donde se desarrollaba una reunión del G-20 el año pasado. Yo grababa algunos comentarios para la televisión y junto al sitio elegido para hacerlo la mujer más poderosa de Europa (si no del mundo entero) se paseaba con un séquito de guardias, secretarios y ayudantes.
Yo la miraba ir y venir y la distancia, el protocolo y la seguridad no me dejaron sino el remedio de grabarla mientras iba y venía, alzar un brazo y saludarla, a lo cual ella respondió con una mirada de hielo, tan fría como el azul profundo de sus ojos.
Y ahí fue donde la vi caminar con ese balanceo náutico de las embarcaciones sometidas al oleaje. Quien la hubiera visto no habría tenido más remedio de pensar en una abuela presurosa: no en una mujer cuyas decisiones repercutían, en esos meses, en la imposible recuperación de las quebradas economías de España, Grecia, Portugal, Italia y la mitad del mundo occidental cuya ruina contrasta con su acumulación de soberbia histórica.
A Europa le ocurre, como a los individuos de Bertrand Russell citados por Owen, su orgullo no tiene el freno de la humildad.
Ahora leo esta nota y no puedo sino pensar ¿y cómo se le ocurre a esta señora ganada en arrobas andar esquiando como si fuera Schumi? ¿En cuál cabeza cabe?
Pues por lo pronto en las suyas; la de aquel y la de ella. Del primero no me extraña, un adicto a la adrenalina se la busca como el motociclista en la ciudad de México, ¿pero una señora de profundo intelecto y –con perdón del dato– cercana a los setenta?, no parece ser algo muy sensato.