En los últimos meses, gracias a la efusión de protestas contra las reformas del nuevo gobierno (si a estas alturas se le puede seguir llamando nuevo), nos hemos hundido en un debate estéril, cansino e inútil sobre si se deben o no reglamentar las manifestaciones. Y yo diría más, si los espacios públicos pueden ser confiscados con el pretexto o el motivo de una disidencia política.

Buscar un orden para aquello cuya naturaleza es desafiar al orden y expresar descontento y rechazo, resulta por lo menos pueril. Invocar los derechos de restauranteros, comerciantes y hoteleros es justo, pero es inocuo. El problema no es un choque de derechos sino la incapacidad del derecho para contener conductas amparadas en garantías universales, como aquella de la libertad de pensar y decir cómo se piensa.

Y en el cómo se piensa está también el cómo se manifiesta ese pensamiento, ya sea en la marcha callejera contestataria con sus añadidos vandálicos de insulto, llamarada o piedra, cometidos al amparo de la masa o en la procesión religiosa, la bienvenida a un Papa o la toma del Ángel por un relativo triunfo de los “ratones verdes”.

Si el derecho (utópicamente) pretende la hegemonía del orden, la concordia, el respeto; la movilización como recurso político puede desplazarlo. También puede empujar a la literatura o la industria editorial.

–Me limpian el Zócalo pues voy a defender el petróleo. No debe quedar ni un folletón; un libro más es un manifestante menos y bastante caro resulta traerlos como para desperdiciar el espacio.”

Pero estas divagaciones no tiene mucho sentido, especialmente cuando leo los resultados de un diálogo entre Mario Vargas Llosa y Enrique Krauze, un novelista y un historiador cuya postura ideológico “democrática de equilibrio” no necesita mayores explicaciones. Habrá a quien convenzan, habrá a quién no.

“…En el diálogo, apenas pude bosquejar el perfil de ese liderazgo radical, el modo en que refleja las ideas y creencias de un sector no mayoritario pero significativo e influyente de la población y la opinión pública (dice Krauze). Una parte de ese conglomerado pone en tela de juicio -incorrectamente, en mi opinión- la existencia misma de la democracia representativa en México. La considera desvirtuada y casi secuestrada por los poderes fácticos, empresariales y mediáticos. Otra parte va más lejos y desdeña ese orden político a cambio de una reedición de la «voluntad general» que no se expresa en los votos sino en manifestaciones públicas masivas…”

Quizá la idea central sea esa: el desdén del orden político (y yo diría los valores significados en ese orden, por ese orden y dentro de ese orden) cuyo mejor y quizá único canal de expresión (camino de las intenciones de ocupar el sitio desde donde se diseñaría el orden nuevo) sea el desorden generalizado, la ocupación, la imposición física –así sea en escalas ínfimas–, de ese nuevo orden tan cercano al mundo selvático, como hemos visto en el Zócalo de la ciudad de México y ahora en el degradado Monumento a la Revolución.

Tampoco se puede pedir demasiado: nos hemos pasado la vida glorificando a los manifestantes y subversivos de antes, de Hidalgo a Villa, como para ahora pedirle a todo el mundo resignación, silencio y quietud frente a realidades inconvenientes para sus intereses.

El problema quizá reside en la combinación entre lo “democrático” y lo anárquico. La masa no es lo primero pero si es lo segundo, de manera excesiva a veces. Por eso resulta inocente requerir “orden” democrático cuando ese orden en un sentido general es el motivo mismo de la protesta.

Eso puede quedar claro hasta con uno de los gritos del excesivamente valorado movimiento de 1968: “no queremos Olimpiada; queremos revolución.” Pero en aquellos años no se había desatado la “democratitis” y el gobierno reaccionó de una manera primitiva: aplastó a los manifestantes, con lo cual estimuló la extinción de su propio modelo.

Hoy las manifestaciones son la materia prima de la primera plana en todo el mundo: en Brasil, con motivo de un torneo de futbol los empobrecidos y los hambrientos (de seguro no han leído los discursos de Lula) salieron a las calles para cimbrar la mitología del partido de izquierda instalado en una dinastía palabrera cuya actual presidenta sólo halló para colgarse el clavo ardiente del espionaje gringo en su contra como pretexto para desviar las manifestaciones hacia el rumbo patriotero.

Pero ya mucho hemos sabido de “ocupas” en Madrid e indignados en Wall Street. Los gobiernos “fuertes” ya no tiene la fuerza para reprimir nada. La demagogia jurídica y la pastosa concurrencia de muchos intereses bajo el disfraz de los Derechos Humanos, han maniatado al eunuco en todo el mundo, del monumento a la Revolución a Damasco.

En economía, ha triunfado el libre mercado, con su mano invisible. En política, ha triunfado el libre anarquismo, con otra mano escondida.

TOROS

Comenzó ayer la temporada en la Monumental Plaza México. Sin saber siquiera lo ocurrido, transcribo algunas ideas de Luna Turquesa (seudónimo de Mónica Bay):

“…Cuando se trivializa aquello cuya esencia es profunda, es equivalente a destruirlo, pero de forma cruel, poco a poco, y lo peor de todo es que los que contribuyen a su destrucción ni siquiera se dan cuenta porque nunca fueron capaces de comprender su significado.

“Lo banal es incompatible con asuntos propios del arte, del espíritu y del engrandecimiento del ser humano a través de alguna disciplina…”

Eso ha ocurrido, irremediablemente, en los toros.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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