En el enredo de la nomenclatura de la ciudad de México, cuya mayor expresión no son sólo las decenas de calles con el mismo nombre o las avenidas cuyas placas cambian cuadra tras cuadra y donde las calles se reinventan por capricho (sólo así Juanacatlán puede convertirse en Alfonso Reyes y la Calzada de Tacubaya en José Vasconcelos) o cambian su simple condición de rúas para tornarse en “ejes” sin ninguna rueda para girar en torno suyo, el maestro Louis Pasteur vive –hierático y silencioso–, en la Plaza de los Ferrocarriles.

Esta plaza delimitada por el Paseo de la Reforma, la avenida Insurgentes y el nuevo edificio del Senado de la República, sobre cuya escasa funcionalidad y menor estética urbana y arquitectónica ya se ha escrito demasiado, podría, sin embargo, lograr un conjunto capaz de disminuir la pesadez de la torre y el enrejado, hasta conseguir un espacio mucho más amable, al menos en el simbolismo nacional.

La desgracia del año 13, cuando Victoriano Huerta hizo cuanto sabemos todos y la nación se hundió en un triste periodo cuya negrura permitió, sin embargo, el surgimiento de hombres leales, capaces y heroicos, como don Belisario Domínguez o Eduardo Neri, por citar solamente a algunos, ha quedado asociada en la memoria centenaria por los aciagos días de La Ciudadela y la decena Trágica.

Pero en verdad la capital del país no tiene un sitio en el cual recuperar las dimensiones del sacrificio de Don Belisario Domínguez cuyas palabras escritas en aquel famoso discurso contra el usurpador, deberían ser una guía permanente de respeto a las instituciones, razón por la cual el Senado nacional le ha dado a la presea con su nombre, la condición de reconocimiento mayor para el mérito mexicano.

Por desgracia, así como se ha hablado de la inconveniencia del Senado y su anti funcional edificio en ese sitio, también se ha comentado en tonos mayores y menores, la progresiva degradación a la cual se ha visto sometida –por cierto– , la mayor presea de los mexicanos, pues ha habido personas sin mérito histórico (apenas un asomo de fama pública) cuyo cinismo les ha permitido sin más colgarse del pecho la venerable imagen del senador Domínguez y sentirse, por momentos, la encarnación de los valores patrios. No diré nombres pero su propia medianía los delata fácilmente. Además es cosa fea hablar mal de los muertos (y no de todos, pero en fin).

Sin embargo y a pesar de este homenaje y recordatorio de sus altas virtudes, no tiene Don Belisario una plaza o un magno monumento en recuerdo de su sacrificio, al menos no en esta ciudad donde acabó sus días vilmente asesinado tras un prendimiento artero en el desparecido Hotel Jardín del entonces remoto Coyoacán, donde fue sometido a escarnio vejaciones y martirio.

Y todo este recorrido de la plaza ferrocarrilera (malhaya quien no haya conocido el desaparecido “Run-Run”) hasta Coyoacán, con todo y el saludo al químico y biólogo Pasteur, una de las cumbres de la ciencia mundial, sólo tiene por objeto comentar la pertinente idea de algunos senadores para negociar con el gobierno de Francia (ahora hemos quedado de nuevo a partir un piñón) el cambio de ubicación del monumento a Don Louis para dejar en ese sitio una estatua de Don Belisario Domínguez en la vecindad de la casa senatorial contemporánea.

Como todos sabemos las estatua “oficial” de BD esta colocada en el patio de Senado viejo, en la (siempre le dicen así) casona de Xicoténcatl y es una obra de Miguel Miramontes, ante la cual ciertamente otro notable francés, Augusto Rodín, no perecería de envidia. Es más, la escultura es realmente poco lograda.

Don Belisario se apoya en una balaustrada y extiende el índice (de fuego, decían antes) hacia quien sabe dónde, pero con el signo inequívoco de la ira y el desprecio al dictador. Al menos eso nos quiso decir el discípulo de Fidias.

Pero como no se trata de un concurso de escultura sino de un sitio para la memoria y la exaltación del heroísmo, quizá esa misma obra pudiera quedar alojada en la plaza cuya dignidad ha sido manchada año con año (ahora han suspendido su espectáculo), por la alharaca nudista de los “400 pueblos”, a quienes el pueblo bautizó de manera indeleble como “los encuerados” cuya desnudez y fodonga exhibición no fueron suficientes para ponerle siquiera un asomo de rubor al doctor Pasteur.

El problema ahora es hallarle digna casa al mencionado “cazador de microbios” (¿recuerdan ese libro tan formativo de Paul de Kruif?) cuya obra aun incide vigorosa y provechosamente nuestras vidas, así algunos de los políticos contemporáneos se rehúsen, crónicamente, a ponerse una vacuna antirrábica. Usted sabe de quienes hablo.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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