Cuando en el cercano año 2006 Jack Dorsey y sus amigos idearon en California el micro-blog “Twitter”, seguramente no tenían ni la más remota idea de sus repercusiones políticas.
O al menos no se imaginaron cómo en un lapso menor a una década los gobiernos (especialmente en el Tercer Mundo) movilizarían sus aparatos de comunicación social para emitir y reaccionar en torno de fútiles mensajes de 140 caracteres ante los cuales se rinden los poderes y se arrodillan las instituciones.
La natural –e inevitable– tendencia social a la superficialidad irreflexiva (no se puede reflexionar ante juicios instantáneos y sumarios) ha convertido a los “tuiteros” (enorme masa sin rostro ni cabeza) en una fuerza poderosa superior a los medios tradicionales quienes se alimentan de sus mensajes sin necesidad suya de abrevar en los en los diarios o la radio o la TV.
La frase más socorrida cuando alguien cae en los hilos invisibles de esta medusa del ciberespacio es: ¡se lo están acabando en las redes! Y a algunos sí los han acabado. A otros les han hecho como Eolo a Don Benito Juárez.
Y en las redes cualquier información es válida ( y por el contrario toda información puede ser inválida) y de rápida extensión, pues si algo emerge del tuiter se desplaza pronto al Facebook, los SMS y lo demás, y la trituración –inapelable e incontestable–, es instantánea y feroz. El linchamiento siempre es más violento cuanto más avanza. Los primeros golpean, quienes llegan al último prenden fuego.
Los mensajes originalmente privados, cuyo contenido se hace público por la anexión (contagio) de seguidores y la dispersión como si se tratara de un gas en el espacio abierto, no sufre ninguna clase de controles ni de verificación. Tampoco ninguna consecuencia.
Esto quiere decir simplemente, se puede divulgar cualquier cosa, desde la imaginaria llegada de los marcianos (¿dónde estás Orson Welles?) hasta la ineptitud del gobierno o el exceso de un junior; el dislate de un funcionario o la moralina de quien quiera erigirse en juez de cualquier cosa.
Todo “prende” sin esperar ninguna consecuencia, excepto la escandalera instantánea cuyos efectos y consecuencias son, por lo tanto, incorregibles.
Pero el reforzamiento de los mensajes por parte de los medios tradicionales (especialmente los de abierto linchamiento e insulto), refuerza (cuando no promueve desde la red alentada con usuarios fantasma), sus campañas o sus agendas previas; sus filias o sus fobias (especialmente éstas últimas) y convierte los “tuits” en sentencias o condenas escrituradas.
Un caso notable de esta utilización y sus repercusiones, es la relacionada con el deslave en la carretera de Querétaro en días recientes.
Un usuario de la red –Ricardo Miranda—proporcionó información sobre el riesgo de un deslizamiento y cuando Capufe fue al lugar señalado en el mensaje, no había nada. La advertencia fue defectuosa e infructuosa por consecuencia. El observador se equivocó por cinco kilómetros. ¿Cómo le habrá hecho?
Pero eso bastó para darle a las noticias una dimensión extravagante. Por encima del hecho real: el deslave, los medios y el incesante murmullo de las redes, le dieron más importancia al mensaje “desatendido” y menos al fatal accidente.
Concediendo la buena fe de quien advirtió por tan novedosa vía, el envío de los datos no tuvo la precisión ni la confirmación necesaria. Cuando la información (o la atención del mensaje) no es confirmada, no significa nada. Son disparos al aire.
Por eso algunos consideramos sobredimensionada la importancia de las redes. En sus mejores momentos se trata de una oportunidad colectiva para el chisme o el escarnio sin consecuencias, excepto cuando se convierten en dardos para justificar otras persecuciones.
En el caso del Capufe ya algunos sugerían el procedimiento Benítez Treviño; es decir, la renuncia del director general por no haber atendido una imprecisa llamada de emergencia.
Pero las redes, vistas por algunos como evidencia del avance tecnológico en favor de la libertad informativa y el derecho a la opinión y la manifestación de las ideas, nacieron anárquicas y así seguirán. Si no hay prudencia ni limitante en sus emisiones, sí debería haberla en cuanto a su recepción.
Convertirlos en palabras infalibles, incontestables, fuera de toda crítica o análisis es un grave error, casi tan grande como ignorar su existencia. Pero una cosa es su existencia y otra su importancia, en especial como elementos de decisión política.
CONGRESO
Esta noche a las diez en el canal legislativo se inicia una nueva emisión: “Desde el Congreso”.
Este redactor — con Manuel Feregrino–, tuvo la suerte de realizar el primer programa en el cual hablan todos los coordinadores parlamentarios en la Cámara de Diputados. En la serie interviene de manera notable el veterano cronista Miguel Reyes Razo cuyas aportaciones todo lo enriquecen.
El programa se repetirá el viernes 31 y el domingo 2 de junio a las 9.30.