A nadie le sorprende hasta dónde puede llegar a ser imbécil la caja idiota. ¿Cuál puede ser la frontera después de cuya línea se haya llegado fuera del leperismo de la peor carpa, más allá de la zafiedad, la brutalidad y la grosería extrema?
Quizás en México el peor extremo lo haya presentado el “Roast” de Héctor Suárez (Comedy central) y un equipo de lamentables patiños quienes la noche del domingo se injuriaron, insultaron; describieron en sus peores condiciones personales y profesionales a través del viaje por un lodazal de majaderías insensatas, fuera de toda gracia o comicidad.
Baja estofa, perversidad sin límites, retahíla coprológica interminable para darle pie, finalmente a una especie de catarsis del señor Suárez cuyo pasado histriónico es demasiado remoto como para seguirse ocupando de sus rencores, desviaciones; confesiones y búsquedas espirituales, en la peor hedentina posible.
El “programa” se inscribe en la líneas de los “talk shows” y no tiene finalidad más allá de un entretenimiento soez sin pausa y una hilaridad de pena ajena.
Es degradante, humillante e innecesario y a veces resulta grotesco ver cómo en el nombre de la santa pantalla los agredidos reaccionan con sonrisas pasmadas ante las injurias del otro, ya sea para decirle marrana gorda a Martha Figueroa o puto, puto, puto a cualquiera de los actores de medianito pelo cuya oportunidad de aparición compensa su falta de contratos, tal es el caso de una decadente Anabel Ferreyra.
–Me han querido rostizar, advirtió Suárez en esta especie de “tirénle al negro”, y la emprendió contra su hijo, un señor cuyo mayor mérito es la calvicie y una sonrisa permanente propia de quien ignora los motivos de su risa, quien a su vez se había cebado en las agresiones montoneras contra su padre a quien le recordaban su pasado de adicciones y le querían ofender por su edad, sus cirugías y su actual vida familiar.
Horrible, pues.
En contraste con ese estercolero (¿todavía existirá la Ley Federal de radio y TV? ¿Alguien sabe quién dirige, si dirige, RTC?), la noche del lunes se presentó la nueva programación del canal 22, parte del ámbito administrativo del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, cuyo destino, a pesar de todo, es realmente incierto. No tiene (ni tendrá) dinero.
Su director, Raúl Cremoux, quien a lo largo de varias décadas ha sido un persiste analista y crítico de los medios, además de autor de programas de debate político; editor y articulista en varios medios escritos, planteó en una concurrida reunión (Lunario del Auditorio Nacional) nuevos proyectos para el canal con la esperanza de sustituir con imaginación la escasez financiera.
Por lo pronto gracias a un decreto del Presidente Peña, el Canal 22 ya tiene asegurada su propiedad en el Cerro del Chiquigüite, el cual por su ubicación geográfica resulta el mejor punto para instalar transmisores. Ese asunto ya quedó resuelto después de 20 años.
Por otra parte inspirado por los ejemplos de canales europeos, Cremoux ha querido darle al Canal una orquesta. Como no hay dinero, le dará una “camerata” organizada por Fernando Lozano.
La historia de Canal 22 es también la historia de los propósitos incumplidos, de la cultura como estorboso requisito en el discurso político; gasto sin esperanza, pozo sin fondo, capricho de exquisitos, albergue de mafiosos.
Nunca, ni siquiera en los tiempos de José María Pérez Gay pudo significar una presencia suficiente para compensar el aluvión de memeces de la televisión ”comercial”, como si la etiqueta de “cultural” fuera suficiente justificación para su propia intrascendencia.
Un canal de ideas y pensamiento en medio de una oferta cablera y futbolera llena de “reality shows”, telenovelas reiterativas y truculentas; futbol a mañana, tarde y noche y comercio de productos milagrosos, recetas de cocina, chismes de lavadero, noticiarios de diversa calidad y demás, no necesita dinero ni imaginación, necesita televidentes.
La cultura es un gran negocio y su divulgación por televisión también debería serlo, sin prostituir sus intenciones. Canal 22, se insistió durante la presentación ya dicha, no es un permisionario, es una concesión federal. Eso le debería permitir allegarse fondos de muy diversas formas, entre ellas, la venta del tiempo.
En ese sentido resulta estimulante la idea declarada por Cremoux a “Proceso” en días recientes: crear una agencia de publicidad, capaz de comercializar productos afines con el perfil de los tele-espectadores a quienes les interesan los asuntos culturales.
Ya en los tiempos de Jorge Volpi se hablaba de hacer del Canal 22 un gran negocio cosa cuya finalidad, obviamente se cumplió parcialmente. Volpi se convirtió en parte del catálogo revolvete de funcionarios de la cultura. Hoy dirige el Festival Cervantino. Hoy Cremoux, niega la intención de hacer un negocio. Pretende (op,cit) lograr la comprensión de las grandes empresas para que sea aliadas de la calidad.”
Hoy Cremoux tiene ante sí el reto de probar si un crítico pertinaz puede hacer una televisión de calidad hasta donde las posibilidades del medio se lo permitan. Aquí están a prueba sus talentos, sus habilidades, sus amplias relaciones y sus años de experiencia.
Quienes lo conocemos le tenenos confianza.