Seguramente habíamos ido a desayunar a “La calesa” o a “El hueso”. La ocasión, la memorable ocasión (como estas líneas prueban) de seguro impidió el terapéutico almuerzo tempranero en «La mundial» con sus aromáticos huevos salseados con chorizo y la primera y poco recomendable cerveza matutina.
Pero allá por Avenida Juárez íbamos los dos con un secreto alborozo emocionado rumbo al Hotel del Prado. Podríamos saludar a Diego y a Frida y a Posada y a don Joaquín de la Cantolla y luego, de seguro al doblar una esquina cualquiera del alfombrado corredor, hallarnos cara a cara con la visión incomparable, con el más grande de los escritores del “boom” latinoamericano, con el inigualable y cada día más grande y más extraño y más barbudo y más silencioso, serio, discreto y todo lo demás, el maestro; el obispo de la palabra argentina (el Papa era Borges), el enorme, hasta físicamente, Julio Cortázar.
Caminábamos mientras cada uno de los dos –Marco Aurelio Carballo y este redactor-, practicaba en silencio cómo se acercaría a Julio. A pesar de ser reporteros profesionales, curtidos en muchos escenarios formales, violentos; estudiantiles, diplomáticos, policiacos y de cuanto hay, llevábamos cautelas de quinceañera al entrar a la matinée con novio y sin chaperona.
–¿Qué le vas a preguntar?, le dije a Carballo cuya apariencia entonces oscilaba entre un príncipe Lacandón y un musculoso agente de la judicial.
–Si no se arrepiente de haber quemado su primera novela. Yo acabo de hacer lo mismo. ¿Y tu?
–Pues no sé, quizá sobre los brincos de la “Rayuela”, si se trata de un recurso literario o de una forma de jugar con los textos o de vernos a todos la cara de pendejos. No se”.
Obviamente cuando lo tuve enfrente le dije otras cosas, menos de la estructura de la novela.
Tal y como lo habíamos imaginado nos hallamos con Cortázar cerca del vestíbulo. Ni habíamos hecho cita ni teníamos mayor finalidad. La “entrevista” era un pretexto, la verdad.
Era el pasaporte para ir a La Meca, tener un fugaz encuentro admirativo y devoto, generado por la lectura de “Los premios” y “Rayuela”, obviamente y alimentada por algo entonces todavía respetable (1972 o 73, creo): la leyenda cultural de la Casa de las Américas y los nombres de Roberto Fernández Retamar, Haydeé Santamaría y toda aquella mitología alimentada por la Revolución Cubana.
–Señor Cortázar, me presenté. ¿Me permite un par de preguntas?
–Pero de prisa, por favor. Debo ir a la reunión.
Le pregunté a Cortázar si el “boom” –esa moda cuya consagración tuvo tres premios Nobel, Paz (de la misma edad suya), García Márquez y Vargas Llosa–, era un triunfo cultural de Latinoamérica, el retorno de las carabelas o un simple éxito de mercadotecnia de los editores catalanes. Ya ni recuerdo la respuesta pero sí me quedó claro cómo desdeñó mi audacia.
Carballo entró al quite.
–¿Usted quemó su primera novela? ¿Deben todos los escritores hacer lo mismo, ser tan rigurosos?
–Solo si es tan mala como aquella, le dijo Don Julio con una sonrisa condescendiente.
–Es que yo… le dijo aquel.
–“Sí, usted ya quemó o va a quemar una. No lo haga, guárdela. No desperdicie dos veces el papel.” Después de eso Carballo se dedicó plenamente a la literatura. Dejó la prensa diaria.
Todo esto me ha venido a la cabeza por varias razones. La primera, porque la conmemoración de los 50 años del nacimiento de “Rayuela” ha resucitado el libro magnífico de Cortázar y por la cantidad de idioteces con las cuales algunos “escritorcitos y escritorcitas” han opinado aquí, llenos de jactancia y pedantería, sobre ella y el medio centenario.
La segunda por la lectura de algunos párrafos insuperables:
”…Dejate caer, golondrina, con esas filosas tijeras que recortan el cielo de Saint Germain des Près, arrancá estos ojos que miran sin ver, estoy condenado sin apelación, pronto a ese cadalso azul al que me izan las manos de la mujer cuidando a su hijo, pronto la pena, pronto el orden mentido de estar solo y recobrar la suficiencia, la egociencia, la conciencia. Y con tanta ciencia una inútil ansia de tener lástima de algo, de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, por fin a cosas vivas.”
Y:
“..Aureliano podía imaginarlo entonces con un suéter de cuello alto que sólo se quitaba cuando las terrazas de Montparnasse se llenaban de enamorados primaverales, y durmiendo de día y escribiendo de noche para confundir al hambre, en el cuarto oloroso a espuma de coliflores hervidos donde habría de morir Rocamadour.”
La tercera, y quizá la única importante: por los quebrantos de salud de Marco Aurelio con quien me atan cuerdas del pasado, memorias, disputas y afinidades irrompibles. Y por no haber hallado antes otro momento para escribirle y decirle tantas cosas como esta columna no dice, pero sabe. Y sabe él también.