Bebíamos bajo la inclemente soledad de las estrellas. Ricardo Garibay mascaba las palabras como si fueran cristales sin aroma. Vino blanco, blanquísimo y helado en los pálidos reflejos de la Luna amarilla.
–Deja esa mierda, leñe, me reclamaba.
Y soltaba una retahíla de odio contra mi oficio. Eres joven y aunque no lo creas tienes talento para algo más. Deja la trivia y la trova, deja de joder con la cosa esa sin rumbo ni sentido de las noticias. Ponte a escribir seriamente, haz algo importante.
–¿Cómo tu, como tus crónicas acapulqueñas para los periódicos motivo de tu desprecio?, por favor Ricardo.
–Mi caso es distinto, yo tengo una obra y hago literatura purísima. Resiste hasta a la página diaria. ¡Salud.! Y la bocanada de humo azul del cigarrillo sin filtro se disipaba en la oscuridad de la playa, allá abajo donde el rumor de las olas era apenas un saludo nocturno, una voz lejana de sirenas dormidas en la indescriptible y bellísima bahía.
–Te voy a decir algo. Cuando vuelvas México compra un cuaderno de hojas limpias, sin rayas ni cuadritos, ni nada. Hazte de un buen juego de plumas con tintas de colores varios. Un arco iris en tus manos. Ponte a escribir todo; recuerdos, sueños, ilusiones, fracasos. Ojos de mujer; nalgas, orejas. Escribe a todas horas a mano, como el artesano de toda literatura inicial, de toda cosa cierta. Deja la máquina para cuando pases todo en limpio”. Salte de la redacción, vete a la vida.
Garibay estaba en Acapulco para escribir un libro cuya estructura desigual se divide entre lo insuperable y lo muy bueno. Las partes inicial y final son inmejorables, pero por su estructura modular propia de quien usa los mimos materiales para distintos fines y publicaciones, los capítulos intermedios guardan menos rigor, están hechos con la apresurada convocatoria a la inmediatez de todo periodismo. Pero la mano maestra es una y hasta en lo fugaz se notan los trazos geniales.
El libro de Acapulco comienza con el asesinato de un perro y termina con un hombre sabedor de su destino hasta hallarse con las balas predestinadas a su cuerpo sin ninguna oportunidad para escapar de la condena firmada el día de su nacimiento. Para haber sido escrito en 1978 podemos decir de él cualquier cosa. Iluminación, exploración genética en el alma violenta de Guerrero o simplemente observación sin profecía.
Mientras él escribía y reunía material yo trabajaba en otros textos. Nos hallamos festivos y paradójicamente aburridos en el bullicio sensual del puerto briago. Abatimos la soledad con otros compañeros y en la terraza de un hotel costero Garibay nos reunía para decirnos cosas verdaderas y no tanto, mientras hurgaba nuestras almas con sus profundos y chispeante ojos de gato.
Una fotoreportera de muslos blindados y cabellera acorazada me acompañaba. Ricardo le insinuaba picardías y ella le tomaba placas destinadas a la negrura de la falta de luz. “Voy a forzar la película” decía y rodeaba por la espalda al cúbico escritor cuyo cuello poderoso comenzaba a mostrar los primeros signos del envejecimiento.
Libro polvoriento y manchado de sangre ese del Gran Garibay cuyo recuerdo me persigue desde entonces y me toma por asalto cuando vengo al puerto y veo como si hubiera sido un augurio cumplido el desastre de la pobreza paso a paso de los cerros hacia la Bahía de Santa Lucía. Miseria cuyo fin no llegará cuando se aposente en las playas y las llene de costras. Tampoco habrá de terminar cuando se acaben los pobres pues tal cosa no va a suceder nunca, ni allá en los peladeros de La Cruz ni en el Colosio ni en la Laja ni en ninguna parte. Ni siquiera en el fondo del mar.
La noche aquella ya es un recuerdo sin sentido. Mi amiga fotógrafa se ha ido a buscar imágenes de peces destripados en el muelle y yo he acabado la última cuartilla de la mañana. Vivimos en el tiempo pre cibernético. Debo buscar un télex para enviar al diario pero un hacha impía me parte en dos la cabeza.
Busco a Garibay para almorzar y tener con quien compartir la culpa de los excesos. Voy a su habitación y lo encuentro a la mitad del arreglo. Sobre la cama sin tender hay un libro boca abajo. “El negro del Narciso”, de Joseph Conrad.
–Oye, Garibay, Acapulco te inspira la literatura marinera. Al rato vas a leer Lord Jim o Moby Dick, no jodas.
–Para, para. ¿Dónde está Martha?
–Se fue al mercado a buscar fotos.
Vestido apenas con los pantalones de lino claro, sin sandalias ni alpargatas playeras, Garibay fuma sin perder el tiempo. Con el cigarrillo entre los dedos, apunta hacia el ventanal y escudriña la bahía. Lo ciegan la luz y los espejos del mar. Se ensombrece de pronto.
–Allá afuera la vida y yo aquí, como un idiota leyendo a Conrad y hablando boberas contigo ¡Que vaya al carajo Conrad! Y tú también.
–Te parece si mientras nos vamos todos a la mierda pasamos a beber unas cervezas al centro. Quizá encontremos a Martha.
Y nos fuimos a grande pasos con los antifaces de las gafas negras, con los libros en la cabeza, con la sed infinita bajo las nubes de la mañana azul. El tras su libro, yo tras mis reportajes.
Ricardo murió hace ya muchos años en el mismo día de mi cumpleaños. Yo nunca le hice caso y sigo en la faena cotidiana de los medios, sin plumas de colores. Martha desapareció en la imprecisa edad de una mujer con hijos y familia. Y Acapulco… ¿dónde está Acapulco?
Me encantan las anécdotas. Y las que protagonizan celebridades como ustedes, siempre resultan ser una delicia y, más aun, una enseñanza digna de atender.