La reivindicación real de los trabajadores en la actitud defensiva de los sindicatos, frente a una imaginaria reforma laboral, es la misma de los ciudadanos, frente a los partidos políticos en las negociaciones del Congreso. Una mera ilusión. Ni los unos ni los otros están realmente representados.

Por eso pelean en el Senado –con la espontanea intervención de los sindicatos patronales–, por eso cada quien defiende su parcela, por eso no hay entendimiento.

Por una extraña paradoja de la formula democrática contemporánea, los dirigentes sindicales, tanto como los dirigentes partidarios, se apoyan en los supuestos beneficios de sus representados o seguidores, pero imponen la lógica de los cuerpos superiores.

Es decir, los sindicatos crean el interés sindical. Los partidos forman el interés político. Pero ni unos ni otros significan, en realidad, el interés ciudadano. Ese siempre se queda al margen. Las asociaciones no suman; fragmentan el interés de quienes los constituyen.

La “sindicatocracia” y la “partidocracia”, cada una en cada caso, eliminan el verdadero sentido de la dignificación laboral o política. El líder sindical no es un servidor de sus compañeros. No los conoce; son tantos como para no saber quiénes son. Todo se desdibuja en la estructura seccional y regional.

El trabajador es apenas un engrane minúsculo en la enorme maquinaria de los miles de millones de pesos generados por sus cuotas, las cuales ni siquiera son entregadas por él al nuevo “Gran hermano” sindical: el patrón (casi siempre el gobierno, en el caso de las organizaciones mayores) se lo retira de sus haberes.

Es un Estado intermediario, gestor cómplice del abultamiento de las arcas del líder –o de su tesorería–, quien dispone de ellas de acuerdo con su interés, munificencia o egoísmo.

Cuando los sindicatos crean, por ejemplo, fondos para la vivienda, no es por un interés genuino en la mejoría habitacional de sus agremiados, sino para darle trabajo de costosa casi siempre inflada sus propias compañías constructoras. De esa manera la CTM, por ejemplo, fue durante años el principal contratista del Infonavit.

Lo mismo sucede con los servicios de salud, los clubes deportivos; los hoteles del sindicato, instalaciones siempre construidas por las empresas de los dirigentes, en terrenos previamente adquiridos para la especulación y edificadas mediante gestiones financieras a cambio de apoyos políticos.

En esas condiciones es más fácil hacer un Tratado de Libre Comercio entre Canadá, Estados Unidos y México, a poner de acuerdo a los pomposamente llamados factores de la producción y lograr una verdadera reforma laboral cuyo beneficio sea, primero y fundamentalmente, el de los laborantes a sueldo.

Y he mencionado el TLC por una sencilla razón: la Reforma Laboral fue, desde el salinato, un elemento concurrente en la modernización geopolítica impuesta (y buscada) parea el mejor funcionamiento del NAFTA. Tanto como la nueva política electoral, la derrota del PRI en el año 2000 y la nueva cultura de los Derechos Humanos.

Pero el asunto laboral no ha caminado.

Carlos Salinas de Gortari, en su libro “México, un paso difícil hacia la modernidad”, lo recuerda así. Y de paso lo explica:

“… No pude ver (por TV) el instante en que se aprobó el TLC, pues me había trasladado al Salón Morelos, en el primer piso de mi oficina. Había citado al líder de los trabajadores, Fidel Velásquez, para comunicarle mi propuesta de reforma al artículo 1223 Constitucional. La ratificación del tratado, era la coyuntura conveniente para promoverla.

“La propuesta era sencilla pero profunda. Sin embargo su oposición, a la que se sumó mi colaborador responsable en el área laboral (Arsenio Farell) me obligó a dar marcha atrás…

“En medio de una victoria tan grande, sufrí ese revés trascendente. Fue en ese momento cuando nos llegó la noticia de la ratificación del TLC. Pospusimos la discusión sobre esta reforma para una ocasión más oportuna.

“Los acontecimientos de 1994 impidieron que se materializara.”

En ese sentido vale la pena recuperar el momento en el cual Farell se le voltea a Salinas. Quizá eso explique muchas cosas. Una de ellas, las diferencias entre Calderón y Salinas y entre Farell y Lozano. Dice CSG:

“… Por todas estas consideraciones –decía el documento leído ante Fidel Velásquez y los demás líderes obreros el 17 de noviembre de 1993–, el Ejecutivo a mi cargo propone los cambios a la fracción XX del artículo 123 y a la Ley Federal del Trabajo.

“La reacción provino de mi propio flanco”, dice el libro de Salinas.

“Quien primero dio la voz de alarma en contra de la propuesta fue el secretario del Trabajo. Para mi profunda sorpresa, pues le había comentado con anterioridad la reforma, se opuso a ella. Era muy inconveniente, adujo, que los sindicatos y los patrones dejaran las juntas de conciliación y arbitraje.

“Hacer optativa la conciliación como se proponía era, según él, debilitar la responsabilidad tutelar del estado. Al parecer los argumentos que acababa de plantear o no habían sido o no querían ser escuchados. Me encontré con una auténtica pared de oposición a la reforma. Don Fidel se sumó a la resistencia. No creo que se hubieran puesto de acuerdo previamente”.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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