Muchos fueron los méritos de Alonso Lujambio para recibir post mortem todas las muestras de admiración hasta ahora vistas y de las cuales se hablará también en los tiempos por venir. Por eso no me referiré a ellos.
Pero hay algo en lo cual sí quiero dejar un testimonio público: su respeto y cercanía con el gremio periodístico, conducta del todo alejada del tono dominante de desprecio gubernamental hacia quienes ejercemos estos oficios de testimonio y análisis; noticia y comentario.
Como todos sabemos, muchos –la mayoría–, de los profesionales de los medios no cursamos una carrera universitaria. Unos por falta de interés; otros por trabajar desde muy jóvenes. Y no parafraseo al maestro Erasmo Castellanos Quinto, quien les recomendaba a sus alumnos estudiar duro para no acabar de periodistas.
Nuestras mejores escuelas, en cambio, fueron la calle, las redacciones, las cantinas, las plazas de toros; las delegaciones de policía, el rostro del dolor humano, la pobreza y sus ásperas evidencias; los salones del Palacio y la negrura de las cárceles, los manicomios y las catedrales; las calles de París y los edificios de Nueva York, los parques de Buenos Aires, las pirámides de Egipto y la interminable culebra de la Muralla China; el Santo Sepulcro y el Muro de los Lamentos; el luto y el desfile, la guerra y la paz.
En el mejor de los casos la vida fue nuestra maestra; el universo su pizarrón y el mundo nuestro salón de clases. Pero a veces los títulos oficiales son convenientes.
En esas condiciones un grupo de compañeros se acercó a la Secretaría de Educación Pública cuando Josefina Vásquez era secretaria. El planteamiento era simple: con base en un acuerdo jamás aplicado, o aplicado muy pocas veces, los periodistas necesitados de título profesional, podrían presentar un examen de suficiencia supervisado por el Ceneval, para así lograr su licenciatura. La secretaria vio el asunto con buenos ojos pero la vida interrumpió los trámites.
Como Josefina Vásquez traía la extraña ventolera de ser presidenta de la República dejó botada la secretaría para ir en busca de su ambición política. Se fue a la Cámara de los Diputados y después… bueno, ya sabemos.
Alonso Lujambio llegó a la secretaría y gracias a las gestiones de Leopoldo Mendívil, el acuerdo olvidado volvió a activarse. Gracias a Lujambio y su interés en el asunto, muchos pudimos titularnos, algunos con las viruelas de la vejez.
–Yo te agradezco, secretario –le dije a Lujambio poco después de mi examen profesional–, todo el interés en este asunto. El presidente te lo debe agradecer también.
–¿El presidente?, me dijo.
–Claro, has tenido la única actitud solidaria, afable y comprensiva con este gremio en todos los años del panismo. Eso te lo debe agradecer Felipe Calderón.
En noviembre del año pasado supe de sus condiciones de salud y públicamente externé mis deseos por su recuperación. Meses después Consuelo Saizar, presidenta del Conaculta, me invitó a comer a sus oficinas en medio del escándalo por la “Estela de luz”. Ahí me confirmó las ya irreversibles condiciones de Lujambio internado sin mayores esperanzas en los Estados Unidos. Lo demás, lo sabemos todos.
Por esos días llegó a mi casa un regalo. Alonso me enviaba presentes con frecuencia. Libros, bellos volúmenes, entre ellos la colección facsimilar de los “verdes” de Vasconcelos, con todo y un mínimo estante y un abrecartas de madera para separar las hojas plegadas. Poco después, las memorias de Lerdo de Tejada, escrito por Adolfo Rogaciano Carrillo con una introducción suya.
Sin embargo hubo otro libro en el cual Lujambio colaboró y en el cual hallé unas palabras cuya contundente belleza y dramatismo humano me golpearon de frente. Es la biografía de Jaime Torres Bodet, su ilustrísimo antecesor en la secretaría de Educación, cuya vida terminó por propia mano como única escapatoria contra la feroz persecución de la enfermedad y el dolor.
Cuando Fernando Zertuche Muñoz me envió el libro lo leí completo y hallé al final unas palabras en las cuales sentí como si las horas regresaran y el testimonio final de Torres Bodet se le pudiera aplicar a Alonso Lujambio.
“Ha llegado el momento en el cual no puedo fingir, a causa de mis enfermedades, que sigo viviendo, en espera día a día de la muerte. Prefiero ir a su encuentro y hacerlo oportunamente. No quiero ser molesto ni inspirar piedad a nadie. He cumplido mi deber hasta el último momento.”
¿Fueron estas palabras un presagio para Lujambio?
Nadie lo sabe. Pero de ese mismo libro tomo estas palabras suyas, cuya exactitud le ajusta. Dijo Lujambio de Torres Bodet, como pudo decirlo de sí mismo:
“Uno de esos seres humanos, que asumen la vida como necesidad de brindar a sus semejantes un ejemplo”.