Hace ya tiempo escribí algo sobre la importancia de las tortas.
A fines de los años setenta, cuando Carlos Hank gobernaba esta ciudad y en cada tramo de Eje Vial en la cuadrícula urbana, se imaginaba más corta la distancia entre sus aspiraciones y la modificación del artículo 82 constitucional, el tema dio para mucho.
Vano afán el otro sin embargo. Los “atlacomulcos” no ganaron la presidencia sino hasta el 2012, pero ese es otro asunto.
“Es obvio –dije entonces– que debe haber cosas más importantes; que la próxima construcción de la segunda etapa de los Ejes Viales será motivo de numerosos comentarios, que la conclusión del Sistema de Drenaje Profundo es más trascendente que esto y que posiblemente la lucha de liberación de muchas naciones africanas ocupe más espacio en la vigilia de importantes pensadores, pero a mí me sigue preocupando la torta.
“La torta, como alimento y modo de vida, es importante en esta ciudad.
“Las hay enclenques en su conformación, como esas que venden en el futbol, y opulentas, llenas de adornos y frituras como las de (por ejemplo) Los Guajolotes.”
Desde entonces ya conocía yo la gloria y la fama de los pavos y su misterio. Nadie sabe –si se me permite la digresión–, cómo en México cuando están vivos se llaman guajolotes (chompipes en Chiapas) y muertos se conocen como pavos, sobre todo cuando sus lonjas de pechuga pueblan la desmesurada torta.
Uno podría seguir con una prolija e interminable relación de establecimientos torteros, de diferente condición aristocracia, pero no acabaría jamás. Si Alfonso Reyes escribió “México en una nuez”, cualquiera de nosotros podría escribir México en una telera, un bolillo o alguno de los nuevos modos de la chapata, la baguete o alguna otra forma de hornear el pan bendito.
Prosa con aguacate. Sílabas con crema, acentos con chipotle.
El restaurante “Los guajolotes” ha cerrado sus puertas y eso no deja de ser un indicio más de la decadencia de esta ciudad. Hace no muchos años estuvo ahí frente a su famosa esquina el célebre restaurante Bar, “El dorado” cuyo dueño, Rafael Lozano administró en algún tiempo “Los globos” donde la maltrecha Chavela Vargas le pedía la mano ahí a la eterna Macorina.
Muy cerca estuvo “La Fuente” y en la misma manzana “La concha”, cabareets de postín, no tanto como el célebre Terraza Casino con sus variantes y variables formas de entretenimiento –de la boite de nuite al burlesque–, del Casino Royal y de ahí al celebérrimo “Rockotitlán”. A la siguiente esquina el hotel Diplomático en cuyo desayunador vertía cátedra don Alejandro Gómez Arias y comía huevos mineros, Luis Spota.
Todo eso sin caminar más de un par de cuadras.
Muy cerca, la Plaza México y el Estadio Azul, y por razones sentimentales, todos deberíamos recordar la segunda redacción de “unomásuno”.
–Los “guajos”, me decía Manuel Becerra Acosta, han venido a ser –con su maderamen de viejo barco, sus escaleras ondulantes y sus rincones oscuros–, nuestro “Amba”. La nostalgia de aquel maravilloso restaurante Ambassadeurs del Paseo de la Reforma donde se urdían las maniobras políticas del viejo “Excélsior” y se escuchaba el piano de Alex Sosa, todavía nos dominaba a los náufragos del 8 de julio.
Pero el caso actual es el cierre de Los Guajolotes.
Hace muchos años conocí al señor Lechuga (el tiempo se comió su primer nombre de un bocado) dueño del establecimiento o socio fundador del mismo. Era un notable caballero veracruzano. Tenía como auxiliar en la administración al señor Sergio López, tío de mis viejos conocidos Carlos y Alejandro. Era un señor flaco, flaco, de muy buenos modales y mayor capacidad para la atención del restaurante. Un día llegué y no lo vi.
Cuando comenzaba a refinar el segundo taco de chicharrón de pavo, esa piel dorada llamada pellejo en la provechosa anatomía del gallináceo mayor, me informaron de su muerte. La cerveza se hizo espuma.
“Los guajolotes”, como todo sitio importante en la historia de la ciudad, está lleno de leyendas y mentiras. También de verdades.
El diseño de su logotipo (un pavito mesero) se le atribuye a Abel Quezada a quien jamás tuve la curiosidad de preguntárselo. Simplemente lo di por hecho. Hay quien dice haber visto entre sus clientes habituales a Diego Rivera mientras trazaba el mural del vecino teatro de los Insurgentes.
Yo estuve ahí en los últimos 35 años con muchos comensales notables, pero de todos ellos sólo quiero recordar la última visión de Manolo Martínez.
El notabilísimo matador estaba a unos días de irse a Estados Unidos para intentar un trasplante de hígado. Sentado en una mesa con vista a la puerta lo vi entrar demacrado y con pésimo semblante. Lo saludé de lejos. Apenas me miró. Le dije a Patricia:
–Mira, ahí está Manolo. Míralo bien, ya nunca lo volverás a ver. Murió dos semanas después.